Tierra Adentro

Ray Bradbury. Imagen extraída de Flickr.

Al carecer de las pruebas suficientes para comprobar su existencia —y sin la certeza absoluta de poder defenderse— ¿existirá alguien, además de mí, que crea que los marcianos ya no son los otros, sino que nosotros somos los marcianos? Sería difícil que alguien continuara leyendo esto sin juzgar lo anterior, mínimo, como una tontería. Y quizá lo sea; en principio, porque no vivimos en Marte, lo cual es el primer motivo para negarse a leer lo que viene a continuación. Sin embargo, ¿acaso la vox populi teje fino respecto a esta sutileza, cuando entona «Los marcianos llegaron ya, y llegaron bailando el chachachá»? Metonimia que designa casi cualquier raza extraterrestre sin importar si habita o no el cuarto planeta, los marcianos, al parecer, no serán quienes vengan a la Tierra. Al menos no para Bradbury. Para el autor estadounidense que hoy cumpliría noventainueve años, seremos nosotros los dignos delegados en Marte de lo que quede de la Tierra. Lo cierto es que, para cuando esto suceda, ya no seremos los mismos. Moradores de cuerpos altos, esbeltos, modificados tecnológicamente, genéticamente, socialmente, compuestos por tres, seis, ocho o doce pares de ojos, con más de dos piernas, tres narices y dos pulmones que funcionan con Wi-Fi, en el futuro visitaremos las galaxias que nos vengan en gana también con una inteligencia superior a la actual.

 

Si hay algo que científicos, artistas y filósofos debemos agradecerle a Bradbury es que tuvo a bien estimular nuestra imaginación. De no ser así, no entenderíamos ahora que la ciencia ficción propone un trabajo en conjunto de cara al futuro, donde entre todos tenemos que unir fuerzas si deseamos volverlo habitable. Para el historiador israelí Yuval Noah Harari, dentro de cincuenta años será prácticamente un hecho la inmortalidad. El ser humano dejará de morir. Para el sector más reacio y conservador de la sociedad, esta clase de ideas representa la mala inversión de tiempo y dinero por parte de la gente de ciencia —o, en el mejor de los casos, una broma de muy mal gusto. Al parecer, Bradbury fue demasiado lejos en su fe en la sociedad del presente. Sus expectativas obviaron la inmutabilidad de la ignorancia humana. Si bien lo que pronosticaba para 2005 en sus Crónicas marcianas catorce años después quedaría superado con creces: la resistencia que ponemos ahora ante los avances en materia científica sigue siendo la misma que la de su época. Si Bradbury viviera, lo propuesto por Harari sería la continuación de su búsqueda personal emprendida en un momento de curiosidad ilimitada.

 

En plena Guerra Fría, los científicos Manfred E. Clynes y Nathan S. Kline escribían un artículo para el Rockland State Hospital cuyo inicio evoca el estilo del más delirante relato bradburiano:

 

«La travesía espacial desafía a la humanidad no solo en lo tecnológico sino también en lo espiritual, ya que incita al hombre a tomar partido de manera activa en su propia evolución biológica»1

 

En 1950, Ray Bradbury publicaba Crónicas marcianas (junto con Farenheit 451, su libro más famoso), con el que no solo abonó al género de la ciencia ficción, del cual, por cierto, renegó de su adscripción involuntaria siempre que pudo. Su obra propone una manera de replantearse lo que significaba ser humano en el siglo XX, apuesta que se profundiza en las indagaciones del XXI. Diez años después, Clynes y Kline acuñaron un término para cifrar lo que Bradbury ya había imaginado: el cyborg.

 

Se trata de un «hombre mejorado», es decir, aquel cuyas funciones corporales han sido alteradas para cumplir con los requisitos de entornos específicos. Dichas modificaciones pueden ser tanto de orden fisiológico, como psicológico, e incluso emocional. Para la pareja de científicos, esto permitiría «la existencia del hombre en entornos que difieren radicalmente de los proporcionados por la naturaleza tal como la conocemos»

 

En Crónicas marcianas, el aire enrarecido del que habla Bradbury es el mismo que afecta la cabeza del padre Peregrine en el cuento «Los globos de fuego», hasta llevarlo a cometer «nuevos» pecados. En dicho relato, que integra el volumen titulado El hombre ilustrado, el padre Stone y el padre Peregrine discuten acerca del cuerpo y su condición evolutiva, transformación que, según ellos, invariablemente conduce al pecado. De lo que hablan no es de otra cosa que de la subjetividad de un organismo, pues, al estar atado a la moral dominante, el sujeto se adapta, o en otras palabras, ciborgiza su conducta para sobrevivir. Este dilema filosófico es filtrado sigilosamente por Bradbury con el cuerpo humano como pretexto. En algún rincón de la historia leemos:

 

«Las amebas no pecan. Se reproducen por división celular. No desean la mujer del prójimo, ni se matan entre sí. Añádales a las amebas sexo, piernas y brazos, y tendrá usted crímenes y adulterios. Añada o saque un brazo y una pierna a una persona, y añadirá o suprimirá un mal posible. Si hay en Marte otros cinco nuevos sentidos, órganos, miembros invisibles que no podemos imaginar, ¿no habrá entonces cinco nuevos pecados?»2

 

Bradbury desliza una pregunta de índole científica formulada desde la ficción: ¿qué significa ser humano? Me pregunto cuán frágil es nuestra humanidad que el simple aire marciano nos ofusca hasta cuestionarnos nuestra espiritualidad —acaso lo más humano que tenemos—, esa de la que estamos tan seguros. La cautela con que los sacerdotes dan sus primeros pasos en tierras extraterrestres responde a la incertidumbre de las condiciones naturales y morales que hay en Marte, pues también son parte de la comitiva que cruzó la ionósfera por aquellos días. Pero para su propia sorpresa, son ellos mismos quienes se modifican. No son los marcianos, ni el terreno rocoso y lleno de cráteres lo que cambia. Son ellos, nuevos cyborgs con sotanas y cruces en el pecho.

 

El padre Peregrine, en cuyo apellido lleva el sino tránsfuga de su época, está obligado a modificarse para así adaptarse y sobrevivir en un territorio inhóspito. Esa «religiosidad laica» que predomina en la mayor parte de la obra bradburiana, no es más que una apuesta por la renovación de la fe, ante lo que sucumbe indirectamente la propia creencia de lo que somos, tal como afirma el propio sacerdote:

 

«Quisiéramos saber algo de los marcianos. Pues sólo así podremos construir inteligentemente nuestra iglesia. ¿Miden tres metros de altura? Construiremos unas puertas muy altas. ¿Tienen la piel azul, roja o verde? Cuando pongamos figuras humanas en los vitrales pintaremos la piel con el color adecuado. ¿Son pesados? Haremos asientos sólidos»3

 

Los contemporáneos de Bradbury, él incluido, tenían puestas sus esperanzas en Marte, un lugar donde pudieran empezar de cero. Desde luego, no faltó quien juzgó a estos hombres de chiflados por imaginar siquiera la posibilidad de cambiar de domicilio a uno con código postal en predios marcianos. ¿Pero acaso no es la misma renuencia santurrona que sesenta años después reniega de lo que tiene que decirnos, por ejemplo, Cinthya Kenyon? Bióloga molecular estadounidense, Kenyon funge desde hace varios años como vicepresidenta de Calico, la empresa de Google creada para combatir el envejecimiento. Esta expresión suena tan gringa que vuelve creíble la misión. Ya lo decía Bradbury: sus compatriotas eran los primeros en querer expandir su dominio en otros territorios lejos de los sublunares. Su modo de entender la naturaleza humana como algo que puede domeñarse no dista de lo que Bradbury criticó en sus páginas. Actualmente, es el cuerpo humano el siguiente sitio a conquistar. De acuerdo con Kenyon, Calico—acrónimo de California Life Company— fue fundada para «entender mejor el proceso de deterioro de nuestras células y desarrollar mecanismos para detener, ralentizar y retroceder este fenómeno que nos lleva inevitablemente a la muerte».

 

No es raro que Crónicas marcianas esté impregnado hasta el tuétano de los Estados Unidos, considerando el contexto político que se desarrollaba como correlato de la producción bradburiana. Sin embargo se pintoresquismo yanqui, en vez de abonar a la imaginación desbordada del autor, a mi parecer la inhibió. Quizá para algunos sea el rasgo más destacado de su obra. Incluso, encuentren una crítica a la sociedad norteamericana de medio siglo. Y la hay, por supuesto. Lo cierto es que nuestro presente luce como un futuro más peligroso, tal vez mucho más, que el del propio Bradbury, a quien, no obstante, le debemos la posibilidad de crearlo a nuestro antojo.

Secretaría de Cultura