Tierra Adentro

Charles Bukowski, drinking on the set of the French TV program Apostrophes hosted by Bernard Pivot, 1978. Fotografía tomada de flickr.

Charles Bukowski me mira desde el cartel que colgué en mi puerta a los diecisiete años. Sonríe con una copa de vino el viejo misántropo, misógino, con sus dientes de roedor expuestos como un trofeo. Es la imagen más conocida del escritor nacido en Andernach en 1920, y fallecido en Los Ángeles en 1994 a una edad inmerecida, luego de que asumió una dieta macrobiótica, abandonó el alcohol y enfermó de leucemia a los 70 años; una correspondiente al último periodo del autor, cuando vivía en una casa de San Pedro con su esposa Linda Lee, y manejaba un BMW de 16 mil dólares.

Bukowski posee un estilo único, pero es un pésimo referente técnico. El escritor contracorriente, miembro de la revolución multicopista se ha ganado su sitio —tal vez necesario— a costa de ser un sujeto despreciable y profundamente sincero, bajo la admiración de un ejército enardecido de lectores underground que no pudieron soslayar su mordacidad, la disciplina con la que se ajustó a sus propias normas y la forma viral en la que difundió su obra en las décadas de 1960 y 1970, contradiciendo al canon poético de la época.

De acuerdo con David Stephen Calonne, Bukowski “desarrolló su propio lenguaje original y minuciosamente modulado para retratar un mundo moderno en el que el poder redentor del amor estaba siempre amenazado”. Y añade: “Naturalmente, el don de Bukowski para los diálogos, el vocabulario anglosajón monosilábico y la prosa escueta, esquelética incluso, se deriva de Hemingway, aderezado con elementos que en más de una ocasión dijo echar de menos en Hemingway: el sentido del humor, así como dosis considerables de argot, palabrotas, escatología y obscenidad”.

Era  portador de un idioma que, al replicarlo, —como cualquiera que comienza a escribir y ha leído La Máquina de follar (1974) o Se busca una mujer (1973)— produce el llamado Efecto Anagrama, tan propio de los talleres mexicanos o latinoamericanos. Diálogos al estilo de: “Te he dicho que mi amigo Juan es un tragaleches, Pablo”; o  “Venga, chaval, vamos a la alberca, sabes que quieres follar conmigo”.

Sin embargo hoy, frente a su imagen, me percato de que el escritor argentino Kike Ferrari (Buenos Aires, 1972) tiene la firma de Bukowski tatuada en el cuerpo. Recuerdo que Anagrama acaba de publicar un libro de inéditos titulado: Las campanas no doblan por nadie (2019), probablemente por razones comerciales. Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) se refirió a Bukowski como un autor necesario durante la juventud; ”aunque leerlo a los 50 [años] resulta algo triste”. En fin, aún existen quienes lo leen y  me siento menos culpable por eso, porque el autor sigue en todas partes, imparable, mal influenciando a los iniciáticos con su aliento a muerte y perturbando a los tradicionales con sus relatos sobre prostitutas, hombres desdichados, hipódromos y pensiones custodiadas por filipinos armados con cuchillos.

Luego de revisar sus obras autobiográficas, fotografías y los documentales en internet, descubrí que era un tipo tan oscuro como sus relatos. Perturbado, un  perseguidor inconcluso de la estabilidad. Un claro miembro del hampa de Los Ángeles que encarnó la yuxtaposición crimen-arte de la que habló el Marqués de Sade o Roberto Bolaño. Como señala Stephen Calonne, para Bukowski “la estructura de poder americana era criminal hasta los tuétanos y tenía una imagen especular en las violentas figuras que se oponían a ella”.

Pienso que hay escritores a los que observamos como las fotografías de una graduación de preescolar. La imagen nos avergüenza, traumatiza y nos remite a un preludio de divorcio, o a muertes súbitas presenciadas durante la niñez; sin embargo alrededor de ella se forma un halo de nostalgia innegable. Lo mismo me sucede con Bukowski: lo admiro y aborrezco a partes iguales. Llegué a él muy joven, en una época en la que mi visión de la literatura no podía concebir textos como los suyos. Conocí las primeras tablas técnicas del relato norteamericano —luego de Bukowski encontré a Ernest Hemingway, Raymond Carver, J.D. Salinger, Tobias WolffLucia Berlín—. Aprendí, además, que su vida y obra formaron parte del mismo corpus, algo que no imaginaba como una posibilidad.

En ese sentido, la vida de Bukowski se podría dividir en las parejas que tuvo: Jane Cooney Baker, Barbara Frye, Linda King y Linda Lee, o de los momentos traumáticos. Su padre, Henry Bukowski, un vendedor de leche que peleó en la Primera Guerra Mundial, conoció a la madre del autor, Katherine Fett, en Alemania y —como un salvador, según escribió el propio Bukowski (La senda del perdedor, 1982)— la llevó a vivir a Los Ángeles.

La relación con su padre fue particularmente significativa y dolorosa. Neeli Cherkovski, uno de sus amigos cercanos durante su periodo marginal (1950-1970) y autor de Hank: la vida de Charles Bukowski (1991) —la única biografía aprobada por el escritor— asegura que Henry Bukowski reprimió a Charles durante su niñez y dejó marcas profundas que el autor retomó en su literatura del yo, cercana y a la vez diferente en relación con otro de sus exponentes, Henry Miller (1891-1980).

A diferencia de Miller, cuyo estilo resulta más intrincado, Bukowski fue un escritor formativo. Sus estructuras se encuentran veladas por una capa transparente que nos permite observar el engranaje interno de sus obras y cómo opera la maquinaria. Tras leerlo, aprendí el manejo de la elipsis —un recurso inherente al Realismo Sucio, una derivación del minimalismo—, así como el manejo de la oralidad en los diálogos y el humor.

La que me parece su mejor obra, el libro de relatos Se busca una mujer (1973), sintetiza los elementos que se repiten en el resto de su literatura: las pensiones de mala muerte, los conflictos con mujeres, la fealdad, la desolación, la escritura como un acto radical y de trabajo, también el crimen, el rechazo a todas las normas sociales y el enajenamiento de la clase trabajadora estadounidense.

Tres o cuatro escenas podrían simplificar la relación entre Bukowski y su padre Henry; transcurrieron mientras Katherine Fett, su madre, era una audiencia inexpresiva ante los maltratos. De hecho ella solo aparece en sus historias para validar las acciones del padre —con frases como: “Así es, papi”, o “Hijo, no contradigas a papá”— hasta que se enferma de cáncer, escapa un par de días y desde un hotel le escribe una carta a Charles donde le dice: “Tu padre es un monstruo” (La senda del perdedor, 1982). Esa escena, junto con otra en la que ella le pide al escritor huir porque su padre acaba de descubrir sus cuentos prosaicos, mismos que arroja junto con su máquina de escribir al patio delantero, son las únicas en donde la reivindica. Katherine falleció por el cáncer en 1956.

Un momento emblemático es cuando Henry, tras un conflicto escolar, lleva a Bukowski al baño de la segunda casa que tuvieron después de trasladarse a Los Ángeles desde Baltimore, la 2122 de Longwood Avenue. El hombre, a quien su hijo describe como un gigante de cara roja que era “todo nariz, mejillas y bigote”, lo golpeaba en el culo con un cinturón hasta que Charles no podía levantarse. El autor recrea la escena en el documental “Born into this”, de John Dullaghan. En otra ocasión, pormenorizada en  su novela autobiográfica La Senda del perdedor (1982), su padre lo apalea con un rastrillo luego de que Charles no corta las hojas del pasto como él quería. La tercera es cuando Henry muere una mañana mientras iba por un vaso de agua, en medio de la cocina, y Bukowski resume su vida como la del hombre promedio inmerso en la máquina imparable del capitalismo y lo califica como alguien insignificante que murió a una buena hora, pues es el momento en que “la gente apenas se está despertando (Cartero, 1971)”.

Quizá otra escena clave es la última paliza. Bukowski ya mide uno noventa y la anécdota resulta francamente ridícula. “Golpéame más si eso te hace sentir bien”, le dice el hijo adolescente a su padre furibundo, y este no sabe cómo reaccionar. Con Bukowski aún frente él, con el culo sanguinolento expuesto, el padre abandona el baño con hilos de baba colgándole del bigote.

Henry Bukowski perteneció a la generación de trabajadores que fluctuaron entre empleos durante la Gran Depresión de 1929. Soñaba con ser ingeniero y terminó siendo lechero. Golpeó constantemente a Bukowski y su madre. Era antipático, un hombre frustrado y su única meta en la vida era la de una buena parte de los estadounidenses de la época: garantizarse un patrimonio y cierta estabilidad económica. Luego de su muerte en 1958, Bukowski remató la casa de sus padres y un patrimonio de 15 mil dólares en prostitutas y latas de cerveza, como parte de uno de sus tantos desprendimientos del núcleo familiar. En realidad su vida, sus acciones y su literatura fueron contradictorias con la rígida educación que recibió de niño.

Podría reescribir su biografía entera. Citar que su abuela paterna solo aparece en uno de sus libros para decir: “Los enterraré a todos”. O el tío de Bukowski, John, acusado de violación, alcohólico y con una familia que padece los maltratos. En tanto, el abuelo es una figura luminosa en su vida: lo ve una sola vez a los siete años, un día que lo llevan a visitarlo y únicamente permiten que Bukowski se baje del auto para saludarlo. Ya en la casa del viejo, Bukowski repara en sus ojos vidriosos, su barba blanca hasta el pecho, el aliento a Whisky.  El anciano le regaló una medalla de plata que obtuvo en la guerra. Bukowski nunca lo olvida y, en cada una de sus novelas, lo recuerda como un gran hombre. Pero, en sus años venideros, el autor eligió un entorno con personas diferentes a su abuelo para explotar su obra.

“Me gustan los hombres desesperados, hombres con los dientes rotos y mentes rotas y destinos rotos. Me interesan. Están llenos de sorpresas y explosiones. También me gustan las mujeres viles, las borrachas con las medias caídas y arrugadas y las caras pringosas de maquillaje barato. Me interesan más los pervertidos que los santos. Me encuentro bien entre marginados porque soy un marginado. No me gustan las leyes, ni morales, religiones o reglas. No me gusta ser modelado por la sociedad”, dijo al novelista chileno Poli Délano, durante un encuentro que mantuvieron en Los Ángeles. Se trata de una declaración de los principios que condujeron su vida y su escritura. Imposibles de separarse.

Además, en una buena parte de su obra, Bukowski hace críticas profundas al sistema. Los dueños de las empresas —como en el cuento Cristo en patines o la novela Cartero— son dioses, los amos de todo, limitan la vida de los obreros a un reducto miserable del que solo se puede escapar a través de la enajenación y los excesos. Su vulgaridad fue un recurso personal e incluso político para romper los modos de la época. Usó la decadencia como identidad porque ahí se sintió seguro, sin contraste. Sin embargo, se comparó siempre con los grandes escritores como Hemingway, Céline, Ezra Pound, Sylvia Plath, su ídolo John Fante, Dostoievsky Vladimir Maiakovski, entre otros. Bukowski era pretencioso, un ególatra acorazado con su narcisismo.

De hecho, reinventaba su vida y la contó cómo quiso. La historia sobre la pérdida de su virginidad tiene dos versiones; en la biografía de Cherkovski, Bukowski, de 24 años, alcohólico en ciernes, adicto a la música clásica, liga con una mujer que describe como inmensamente gorda en un bar y tienen sexo en una pensión de mala muerte; la cama se rompe, Bukowski le ofrece dinero a la mujer, pero ella se niega tras asegurar que fue una gran experiencia y que él es un buen chico. En la versión del propio Bukowski, mucho más cruel y la cual relata en una entrevista con Silvia Bizio, el escritor cambia de postura: “Regresé a la habitación. La mujer seguía durmiendo y yo no encontré mi billetera. Pensé que se la había robado, le dije: Lárgate, sucia puta, pues así aprendí a hablar en aquella época. Luego de que se marchó la encontré bajo la cama que habíamos reventado”.

¿Cuál fue la necesidad de contradecir las versiones, de pintarse como un tipo despreciable, como un misógino? En sus relatos, Bukowski no tuvo consideración con nadie, salvo consigo mismo en algunos casos. Cambiaba los hechos de tal manera que él siempre era un antihéroe patético, y sus conocidos aparecían como los perjudicados. La materia prima de sus historias fue su propia vida contada de forma literal o ajustada a conveniencia según su estado de ánimo. Era obsesivo con su obra. Cherkovski asegura que no permitía que modificaran sus textos, los cuales acostumbraba a reescribir desde cero.

Otro hecho contado en versiones contradictorias fue su acercamiento a la muerte en 1955, producto de una úlcera sangrante. La versión de Bukowski es que una noche vomitó sangre mientras estaba con su primera pareja, Jane Cooney Baker, una barfly varios años mayor que el escritor y con quien vivió en diferentes pensiones de donde los sacaban por generar disturbios. Lo llevaron de emergencias al hospital de Los Angeles County, logró recuperarse gracias a transfusiones sanguíneas que le suministraron porque su padre era un donante registrado. Los médicos le dijeron a Bukowski que no podía volver a beber. El escritor pasó dos semanas consumiendo leche y visitando el hipódromo, una actividad que llegó a considerar una profesión y le servía para perfilar a sus personajes. Luego, dice (en La senda del perdedor, 1982) que a la leche le echó un poco de vino, y luego menos leche, hasta que solo quedó el vino.

Recuperado en una camilla, su padre lo visitó acompañado de la alcoholizada Jane Cooney Baker. ¿Por qué la trajiste así?, pregunta Charles. ¿Por qué? Henry responde: Porque tú sabes qué clase de mujer es. Jane murió de cáncer y cirrosis en 1962 mientras trabaja en un hotel ubicado en la Vermont Avenue, en Hollywood. Solo Bukowski asistió al funeral. Algunos de los poemas más sentimentales del autor, publicados en El amor es un perro del infierno (1977), fueron dedicados a ella. Ahí también se incluyen muchos poemas sobre la turbulenta y apasionada relación que tuvo con la poeta y escultora Linda King, quien hizo un busto con el rostro del escritor y publicó un libro sobre su relación titulado Amando y odiando a Charles Bukowski: una memoria (2012).

Sin embargo los tiempos no cuadran. En 1955, cuando habría tenido lugar la hemorragia, Bukowski se supone que estaba casado con Barbara Frye, una editora de Texas sin una vértebra en el cuello a la que conoció a través de cartas y con quien inició una relación porque ambos se consideraban marginales; él, con los surcos que le dejaron las sesiones médicas para tratar el acné vulgaris que padeció en la adolescencia —un tema que aborda en muchos relatos— y lo volvió un antisocial; ella, baja de estatura e incapaz de girar la cabeza debido a la vértebra.  “Tengo la cara como renglón torcido”, le carteó Bukowski, según la biografía de Cherkovski, poco antes de que acordaran casarse. Barbara contestó que solo tenía una vértebra y que ambos eran renglones torcidos.

Por entonces Charles escribía hasta veinte poemas semanales que enviaba a diferentes editoriales independientes y marginales, un ritmo de trabajo que fue al final su vía para la consagración. Otra versión señala una distancia de dos años entre ambos sucesos, es decir, que Bukowski habría sufrido la hemorragia en el 55 y se habría casado en el 57, un año antes de la muerte de su padre, un año después de la muerte de su madre. La relación con Frye está pormenorizada en su novela autobiográfica Cartero (1971) donde la califica como una ninfómana que lo abandonó.

El gran salto a la fama vino, sin embargo, con Black Sparrow Press, la editorial independiente fundada por John Martin con el objetivo original de publicar a Bukowski a gran escala. Ese es un tema importante: una buena parte de los editores, escritores y académicos que lo conocieron, incluidos los europeos, se obsesionaron con su obra. Sus primeros editores, Jon y Gyps y Lou Webb, vivían con las hojas de sus poemas pegadas en las paredes. Cada uno de ellos reconoció a Bukowski como un escritor dedicado, cuyos peores desfases ocurrían por el alcoholismo. Asimismo, aunque estudió periodismo un par de años, Bukowski aborrecía a la academia, los poetas y al mundo literario en general.

En 1969 Martin, cristiano, un personaje contrastante con el escritor, le ofreció una cuota de 100 dólares mensuales de por vida para que se dedicara a escribir. Durante aquella época, Bukowski se acababa de volver padre. Tuvo una sola hija, Marina Louise Bukowski, nacida de su corta relación con  Frances Smith. Ya era conocido en el underground por las decenas de textos que publicó en revistas independientes, así como por la columna “Escritos de un viejo indecente” que publicaba Los Angeles Open City y la cual trasladó a Los Angeles Free Press. También por los recitales en los que confrontaba al público. Tenía 50 años cuando decidió dedicarse de lleno a la escritura. Había atravesado relaciones turbulentas, estuvo un breve periodo en la prisión de Moyamensing, en Filadelfia, trabajó en Correos —pese a las impresiones, Bukowski siempre fue muy ordenado con sus finanzas y temió morir en la pobreza— y viajó por Estados Unidos mientras hacía trabajos mecánicos entre 1940 y 1950. Sobre la Segunda Guerra Mundial, periodo en el que realizó los viajes, declaró una vez:

“Ya sabes, chico. Te levantas, te vistes, te preparas para ir a trabajar y luego bajas a enfrentarte con ese monstruo que lleva insignia de Correos en el pecho y que está ahí para maltratarte. Esa es la guerra de verdad, y yo estoy en la primera línea”.

Cuando conoció a Linda Lee, su última pareja, ya era un consagrado. Había publicado algunos de sus mejores libros de poesía y narrativa, varios traducidos en Europa. Daba recitales a los que asistían hasta cien personas. Religiosamente, se embriagaba y vomitaba antes de cada uno, insultaba al público y  pedía a los organizadores que le tuvieran listas tres botellas de vino o un refrigerador lleno de cervezas. Esa puesta en escena se volvería a la larga una de sus improntas y la repetiría incluso en la única lectura que dio en Alemania. Sin embargo, su arquetipo de hombre fuerte y viril se quebró tanto en sus relatos como en sus apariciones ante la cámara. En el documental Born into this, Bukowski llora desconsoladamente tras recitar un poema dedicado a Linda King.

En el relato Nocturnas calles de locura, incluido en La Máquina de Follar (1972), el autor le dice al espíritu de Hemingway, con quien de hecho conversa constantemente en sus historias: “Siempre he sido un cobarde”. O en el cuento titulado Yo maté a un hombre reno, el cual forma parte de la misma compilación: “Bukowski lloró en pensiones baratas, Bukowski no sabe vestir, Bukowski no sabe hablar, a Bukowski le asustan las mujeres, Bukowski no aguanta bebiendo, Bukowski está lleno de miedo, y odia diccionarios, monjas, monedas, autobuses, iglesias, los bancos del parque, las arañas, las moscas, las pulgas, los freaks; Bukowski no fue a la guerra. Bukowski es viejo, lleva cuarenta y cinco años sin soltar un cometa; si Bukowski fuese mono, lo expulsarían de la tribu…”

Según los testimonios que figuran en Born into this —donde aparecen algunas celebridades que lo conocieron, como Bono, de la banda U2, o el actor Sean Penn, quien pretendía interpretar el papel de Bukowski en la película El Borracho (1987)— la relación con Linda fue su verdadero momento de estabilidad, lo que le permitió vivir más años de los merecidos. En el documental hay una escena en donde ambos están frente a una mesa con varias botellas de vino vacías y tras una discusión Bukowski la golpea. Acto seguido editores, amigos y la propia Linda lo justifican argumentando que en realidad no era misógino, sino un tipo inseguro, y que se trató de un hecho de una sola vez. Sin embargo, el autor escribió varios textos en donde hace apologías claras a la violación y la violencia contra las mujeres. Un par de casos son el poema “A la puta que se llevó mis poemas”, u otro titulado “Alguien”, en donde escribió: “Y la tumbé en el sofá/ y le levanté el vestido hasta el cuello/ y me importó un pito si era una violación o el fin del mundo”. En el documental Linda reconoce que el autor quiso golpearla una vez más y ella le dijo: “Tú, hijo de puta, puedes descargar tu mierda a las nubes o a ti mismo, pero a mí no me vas a volver a tocar”.

Bukowski murió a causa de la leucemia el 9 de marzo de 1994 en el hospital San Pedro Peninsula, a los 73 años, y tras publicar más de 45 libros de poesía y prosa. Si se cuentan sus carteles y otras publicaciones especializadas, se trata de más de ciento cincuenta libros. En sus últimos años el marginal absoluto se remojaba en una piscina rodeado de los gatos callejeros que adoptó y escribía en una Macintosh. Veía cerca la muerte, tal como lo reflejó uno de sus personajes en la novela Pulp (1994) tras recibir un disparo:

“Allí estaba yo con aquel pájaro gigantesco y reluciente. Se quedó allí parado. Esto no puede ser real, pensé. Así no es como funciona. No, así no es como se supone que funciona.

Entonces, mientras yo lo miraba, el Gorrión abrió lentamente el pico. Apareció un inmenso vacío. Y dentro del pico había un enorme vórtice, amarillo, más dinámico que el sol, increíble.

Así no es como funciona, me dije una vez más.

El Gorrión abrió al máximo el pico, acercó la cabeza y el resplandor amarillo se propagó y me envolvió por completo”.

Pese a sus taras, Bukowski fue el líder de una causa: que los marginales tuvieran voz. Y lo logró. Tiene hasta la fecha imitadores tan malos como las hojas membretadas en donde publicó sus primeros poemas. Ese hálito despreciable y vital nos llega a cien años de su nacimiento. Muchos aún abrimos lo ojos y lo leemos sin pestañear. ¿Necesario? Es algo que no tengo interés en responderme. Aunque, como declaró Fresán, si sigues leyéndolo a los 50 años resulta un poco triste.


Autores
Mateo Peraza Villamil (Mérida, Yucatán, 1995). Cursa la licenciatura en biología en la Universidad Autónoma de Yucatán. Ha publicado en medios impresos y digitales, como en Memorias de Nómada, Efecto Antabus, Revista Marabunta, Crónicas de Asfalto y el portal informativo Homozapping. Becario del PECDA en la categoría de Jóvenes Creadores (2017-2018).
Secretaría de Cultura