Tierra Adentro

Es uno de aquellos días tan nublados en que no se distingue una sola nube. En su lugar, el cielo parece haber sido cubierto con una capa de pintura blanca imposiblemente uniforme. Ya des- de la desembocadura del metro Lagunilla se escucha —distante pero iracundo— el barullo eléctrico y la disputa ruidosa entre pisadas arrítmicas, voces y radios estridentes. Es el eco ruidoso del comercio, un alboroto irreprimible. En la calle de Rayón se pasa brevemente por varias divisiones comerciales: ropa, comida, monedas, libros viejos. Una pila monumental de vinilos humedecidos se ha edificado al lado de un puesto de carnitas. Es como contemplar una sala de museo donde todas las colecciones se han mezclado, y no es extraño toparse con un ídolo prehispánico expuesto junto a un cuadro moderno. Este efecto no hará más que amplificarse.

Para llegar al tianguis de la Lagunilla hay que adentrarse y cruzar lo que parece una jungla de plástico, telas sintéticas y comida frita. Los vendedores son jóvenes e incitan enérgicos a que los caminantes se prueben camisetas con el rostro de James Dean, Frida Kahlo, Mickey Mouse o Bob Marley. No es extraño que a una zapatería le suceda un local de películas, una pizzería o un puesto de micheladas. Más adelante las confrontaciones se complican. Un letrero con un ojo gigantesco ofrece lectura de tarot negro junto a una peluquería gogó sin muros; hay productos milagro, incienso, conchas marinas y maniquís sin cabeza. Un hombre se sienta en un único banco mientras contempla su mercancía, dispuesta sobre el suelo: recipientes brillantes de todos los tamaños donde se reflejan todas aquellas luces y formas. De bocinas sobregiradas se despiden canciones de reggae, rock de los noventa y pop en español: gatos chinos de la suerte levantan el brazo al ritmo de dance en francés. Parece increíble que sonidos tan discrepantes no se mezclen y confundan entre sí para crear una mismo revoltijo sonoro. Sin embargo, cada espacio se logra separar en su finalidad visual, mercantil, melódica. Las lonas plásticas y los tubos de metal parecen ser suficientes para aislar estos universos autónomos.

La gente camina en ambas direcciones, algunos se frenan, contemplan, preguntan un precio, una dirección. Un flujo contingente e inestable, que no se distingue demasiado del tránsito en las grandes avenidas de la ciudad. Si caminas lo suficiente te encontrarás en un sitio diferente. Los mismos toldos de plástico cuelgan en lo alto con amarres improvisados; al disponerse de manera vertical, la mitad del tianguis permanece en la sombra, mientras la otra se mantiene a la espera de un golpe de sol. Ahora domina una inesperada calma. Sólo en el transcurso de algunos pasos se ha realizado un confuso viaje transitorio.

Es difícil describir el sonido ahora; cambia a cada momento. Se combinan radios antiguas, música en vivo —que desde algún rincón imperceptible ofrece trompetas rasposas—, discos de jazz, música de los veinte a los sesenta y la mezcla anterior que se sigue escuchando a través de la gente, de los puestos huecos. La mayoría de la mercancía se sitúa a nivel del suelo.

Cámaras antiguas, abrigos, relojes, libros, juguetes; de corcho- latas a refrigeradores; de sofás a pelucas desastradas. Los vendedores contemplan el flujo, conversan y se sientan entre su mercancía, sobre sillones viejos, bancas o sillas de terciopelo. Parece una contradicción a la primera porción del mercado, aquella intensa amalgama comercial. Sin embargo, la frontera entre ambos se da de forma natural: se trata de un misma entidad compleja, un mercado con una incalculable oferta temática. «No he visto otro lugar donde te puedas hacer un tatuaje, comprar unos zapatos fayuca, ropa tradicional, un mueble antiguo, una cámara, una michelada y después confluir en una cocina mediterránea: los gritos, las idas y venidas, las formas. Una multitud de carácteres, gentes, texturas, sonidos», dice Chío. Lleva una camiseta holgada sin mangas y los brazos cubiertos a partes iguales de tatuajes verdosos y la harina que se desprende de una bola de masa que ondea con apremio, dibujando en el aire formas acrobáticas. La trinchera de San Pascual Bailongo es una cocina nómada que se instala en la Lagunilla todos los domingos. Aquel día tienen casa llena, Chío intenta satisfacer la de- manda preparando alimentos con gran rapidez. Es un concierto coordinado de golpeteos, gritos, sonidos metálicos, botellas de vidrio; el fuego y la leña del horno, miradas de reconocimiento, saludos afectuosos para llevar. A un lado, los comensales con- versan, brindan, ríen. «En esta ciudad hay que aprender a esperar, la prisa mata». Cuando se puede permitir un momento de calma, Chío habla de una característica importante de su restaurante móvil, la mezcla de personas que llegan, una unión de contrarios imposibles. «Tengo a las familias, los artistas y los frikis. Comunidad gay lésbico, puesteros, niños que ahorran toda las semana para comer una pizza, productores de cine, gente del barrio a la que le regalamos algo de comer, ricos, pobres; de todas las edades y proveniencias».

Detrás de algunos puestos hay casas y edificios pequeños. Las puertas de algunas permanecen abiertas; son umbrales ensombrecidos desde donde alcanzamos a distinguir la vida cotidiana de sus habitantes. Afuera de una puerta abierta donde una familia almuerza, un niño notablemente entristecido se sienta en un baúl viejo. Contra una pared de yeso derruida cubierta de grafiti, se sienta El Jaguar, en su trono impreciso pero —en su propia forma— majestuoso: rey absoluto de su propia tierra de 3 x 4 metros. En el aire ondea una estela de humo generada por una piedra de copal encendida. Su puesto se compone principalmente de pequeños artefactos sonoros, hechos por él, que reproducen con gran fidelidad el rugido de un jaguar. También vende flautas, ocarinas y collares. Parecería claramente excluido, fuera de lugar, ajeno. No en la Lagunilla

 

I. EL ÁNGEL JUSTICIERO DE LA LAGUNILLA

En la calle de Bocanegra, Alfredo Vilchis conversa con un grupo de turistas, lleva en la mano un vaso de pulque. Detrás de él hay una pared percudida que nos permite mirar en algunas secciones rocas ásperas; las entrañas del muro, debajo de una capa lisa de cemento que se cae. «El Rincón de los milagros», dice, presentando la porción de muro con un gesto de grandilocuencia. Sobre la pared hay pinturas de todos los tamaños. Son exvotos, óleos sobre lámina que agradecen un milagro, don o curación. El exvoto se compone de un texto donde se especifica un suceso y se agradece a un santo específico, acompañado de una imagen que ilustra lo narrado. Son ofrendas religiosas que dedican los creyentes en agradecimiento y expresiones pictóricas de gran tradición. Alfredo ha expuesto sus exvotos en la Lagunilla los últimos treinta años, ahí, en ese fragmento de pared que se ha reconfigurado para exhibir decenas de pinturas coloridas, en oposición —pero en perfecto equilibrio— con el muro rayado, gris y frío. «Lo más bonito de la Lagunilla es el contacto con la gente, si quieres ser pintor eso es lo que te alimenta. Aquí está lleno de artistas que no son conocidos, pero que tienen cierto ángel».

Aunque siempre pintó, comenzó formalmente su profesión como retablero el día que perdió su trabajo como obrero de construcción. «Al verme sin estudios, sin o cio, lo que hago es refugiarme en lo que yo creí saber hacer, mis dibujos». Alfredo es uno de los exponentes más importantes del exvoto a nivel mundial.

 

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Ha representado a América en la casa de las culturas 2011 en París y fue invitado de honor en el homenaje del premio nobel francés Jean-Marie Gustave Le Clézio, en el museo del Louvre. En la Lagunilla la gente lo reconoce. Una mujer lleva ahí varios minutos, se acerca con disimulo para escuchar la conversación, toma algunas fotografías y mira detenidamente a Alfredo. Su lenguaje corporal, un ademán de admiración perfectamente coordinado. Todos los domingos, Alfredo regresa al Rincón de los milagros, platica con clientes, monta ofrendas y organiza exposiciones. «Todo es en agradecimiento al barrio que nos abrió las puertas». Ahora baja uno de los exvotos que cuelga en lo alto del muro. El texto presenta faltas de ortografía que parecen intencionadas, muy comunes en estas manifestaciones populares. En mayúsculas versa lo siguiente:

DOY GRACIAS AL ARCANGEL GUARDIAN POR PROTEGER AL TORERO LEOPOLDO CASASOLA CUANDO SE PRESNTO EN LA CASA DE LAS VENTAS ALLA EN MADRID ESPAÑA CUANDO EL TORO LE DIO UNA VOLTERETA CONMOCIONADO POR UNA HERIDA EN LA FRENTE LIBRANDOLO DE UNA DESGRACIA, REGRESANDO CON HONOR Y BALOR A SU NOVILLO DE UNA GRAN ESTOCADA LO MATO GANANDOSE EL CARIÑO DE LA AFICION AQUEL 16 DE MAYO DE 2001.

En el interior de una plaza, se muestra a un matador impotente siendo arrollado por un toro gigantesco. En la esquina superior izquierda reconocemos un personaje. Es Alfredo, lleva una camiseta de la virgen de Guadalupe, jeans y huaraches. Flota entre el público —impecable— pues de la espalda le salen dos alas azuladas. El arcángel justiciero, mímesis de Alfredo Vilchis, con un pincel en vez de espada. «No tengo academia, soy auto- didacta completamente. Son historias del alma, lo que yo pinto». Alfredo produce sus exvotos en un taller ubicado en la colonia Minas de Cristo, donde realiza encargos que vienen de todas partes del mundo. Invariablemente regresa a la Lagunilla los domingos, un lugar que no deja de sorprenderlo. Para ilustrar esta atracción incesante, imagina y describe el puesto típico de la Lagunilla, el único lugar donde encuentras una llave de ropero al lado de una canica, un juguete de hojalata junto a una obra de arte. «Lo he dicho recio y quedito en todas las partes del mundo, el tianguis de la Lagunilla es el museo más grande de la Ciudad de México. Aquí no se cobra entrada ni se distingue clase social».

 

II. LOS CHACHAREROS DEL TIEMPO

Es una bodega gigantesca, profunda y fría: tan atiborrada de objetos que sólo queda descubierto un delgado camino en el medio para atravesar el galerón. Hay mesas, armarios, baúles, tinas, televisiones, juguetes, una colección extensa de tazas de peltre, otra de frascos de vidrio de todos los tamaños: parecen pequeños ejércitos, ordenados en una formación in- quebrantable. Justo en la entrada hay un pequeño cubículo separado por dos paredes decoradas con máscaras, utensilios, botellas, documentos enmarcados. En el centro, un hombre lee un libro, perfectamente quieto; sosegado, ajeno al movimiento y el ruido. Al extremo de la bodega, un hilo que pende de un lado a otro evita que vayas más allá. Del otro lado hay más antigüedades: sillas, clósets, muñecas, globos terráqueos, radios, raquetas. «Eso es lo que ya se vendió», indica un hombre joven que se confunde en un pared llena de objetos; pareciera que su única función es decir esa frase una y otra vez.

 

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Miguel Ángel tiene detrás un clóset blanco, una tina de los años setenta y una cámara súper 8. «Llevo quince años trabajando en las antigüedades. Mi familia no me heredó el oficio, sino la de mi esposa, que es sobrina directa de Ignacio El Chacharitas Contreras, uno de los iniciadores de la Lagunilla». Su negocio, un organizado comercio de compraventa de antigüedades, lleva el pertinente nombre de La caja de Pandora. En su local corren las historias de remates federales donde se han subastado muebles de expresidentes, reliquias de populares actores y héroes. El mismo Miguel Ángel afirma que ha vendido el reloj de bronce de María Félix, el bastón de Pedro Infante, piezas que le pertenecieron a Tin Tan, López Portillo, la Tigresa y Jorge Negrete. «Un compañero me habló un día asegurando que me podía vender el sombrero de Zapata».

Por sus manos han pasado también sillas de peluquero de los años veinte, imprentas, radios, pipas, planchas, relojes de ferrocarrilero, arte sacro, bombas oxidadas de gasolina, muebles invaluables. Asegura que en su colección personal tiene una moneda diminuta, certificada del año 500 A.C. «Somos chachareros de objetos muy especiales, únicos: somos chachareros del tiempo». También vende televisiones y hornos de los setenta que ahora sirven como libreros o que los propietarios simplemente colocan en una repisa, a manera de arte objeto. «Es gente que quiere revivir los sesenta o setenta, pero lo hacen mezclándolo con el presente; todas las décadas caben en una misma sala». Miguel Ángel habla de algunas transformaciones que para él ha atravesado la Lagunilla en los últimos quince años; lo hace en un tono más pausado, notablemente consternado. «La delincuencia y el miedo nos afecta, la gente ya no tiene la confianza de llevar con- sigo grandes cantidades para comprar. Si algo sucede, si los asaltan o los roban, nosotros no podemos hacer nada. Ellos se van y no regresan, pero nosotros venimos aquí cada ocho días, no nos podemos permitir intervenir». Considera que la economía y la pi- ratería son los otros dos aspectos que más afectan el comercio de antigüedades. «Hay personas que compran en ocasiones puestos enteros, con cualquier cosa que contenga. Lo empacan tal cual y lo mandan al puerto de Veracruz. De ahí viaja en un lote a China, donde copian los artículos uno a uno, los reproducen y maquilan en plástico y materiales baratos. Es extraño pensar que versiones falsas de artículos de la Lagunilla están en este momento viajan- do y siendo vendidos en mercados de todo el mundo».

 

III. EL PARAJE INMÓVIL

El puesto de Jaime se compone de libros de segunda mano. Recargados contra los tubos metálicos que sostienen el toldo, hay óleos y fotografías originales. «Vender fue una necesidad económica pero también de expresión, es una forma de expresar el concepto que tienes del arte, crear movimiento, movimiento que está al alcance del pueblo». La selección es variada. Piezas cautivadoras yacen apiladas, silenciosas y modestas una encima de otra: se trata de obras únicas, pinturas firmadas; ediciones y traducciones inéditas. «Me gusta la idea de que la gente común también tenga la oportunidad de tener en su casa un cuadro importante, arte moderno, que se introduzca a los movimientos culturales». Ojeando algún volumen, una fotografía se des- prende. Retrata a una mujer joven vestida de blanco. Detrás de ella, en el segundo piso de una casa en obra negra, tres hombres en lados llevan trajes llamativos y miran hacia el frente. Quince años en Neza, indica un título al reverso. No sabes qué pue- des encontrar abriendo aquellos libros, pasando de una en una esas fotografías y cuadros. Es por eso que el puesto de Jaime es uno de los más sorpresivos del tianguis, aunque en apariencia aquellas hojas amarillentas y carátulas desgastadas no sean tan llamativas como otro tipo de antigüedades.

Para Jaime la Lagunilla ya no es un mercado de objetos viejos, sino un corredor cultural y artístico. «Las antigüedades son cada vez más difíciles, ya no se encuentran tan fácilmente, la gente ya no las vende, no se desprende tan fácilmente de ellas. Lo poco que hay se combina con cosas inimaginables, muy raras. Ya no se define como un mercado de antigüedades, sino como uno de arte». Además de vendedor, Jaime es escritor y director de teatro. Un romántico atrapado en el centro de un torbellino de cambio cultural inminente que él mismo describe, encogiendo ligeramente los ojos. «La gente se está ausentando de la Lagunilla, las cosas viejas no cumplen con las expectativas de las nuevas generaciones. Optan más por otras formas de comunicación. No estamos en una etapa de comprar cosas suntuosas o artísticas. Falta una reeducación en arte y cultura, falta entender que hay movimientos que son accesibles a la gente. Antes había muchos coleccionistas y gente muy importante, actores, escritores, de Monsiváis a Ramírez Vázquez. Se generaba un movimiento de cultura. Hay gente nueva, nuevas generaciones, pero no acaba de aterrizar, hay mucha oferta y poca demanda: es un momento crítico».

 

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En el mercado hace un día lento. La gente camina, saca foto- grafías, toma objetos con curiosidad que luego deja inevitable- mente en su lugar. Después sigue su andar impreciso. Los libros de Jaime se contrastan con el ímpetu de los flashes, con el paso apresurado de los turistas, el sonido retumbante de bocinas que, aunque lejano, ha penetrado la frontera de mercado y se ha vuelto protagónico. Los libros, los fotografías, las piezas de arte extrañas y fascinantes, Jaime: todos permanecen en una espera inmóvil. «Estamos pasando un momento de estancamiento, una situación de suspenso, el sistema político ha proliferado la tecnocracia, no propicia que la gente se cultive. Lo importante ahora es que seamos técnicos. El país está en un total descuido económico y educativo. Hay mucha duda, incertidumbre: la gente se detiene, tiene miedo. Mercados como la Lagunilla están en crisis». La música cesó y en su cierre paulatino introdujo una marimba enérgica; está más cerca, como si en la lejanía se hubieran puesto de acuerdo.

 

IV. LA COLECCIÓN DE JOSÉ LUIS

Entre mesas y tapetes que dan la sensación de contener compilaciones azarosas (aunque de alguna forma extraña completas,inalterables) hay un puesto que se distingue por su rigor. José Luis vende viniles. Los expone en cajas modernas de acero inoxidable, cuidadosamente catalogados e introducidos de forma impecable en forros de plástico. Es amigable y conoce a la perfección la distribución de su puesto; se da el tiempo para platicar con sus clientes y, ocasionalmente, emite al aire recomendaciones musicales. «Cuando llegaron los cd la gente no sabía qué hacer con los viniles. El objeto en sí se volvió basura. Fui comprando los de mis conocidos. Me fui haciendo de una colección y cuando quise compartirla, el mejor aparador fue la Lagunilla».

Cuando José Luis llegó al mercado de la Lagunilla, el vinil atravesaba una etapa incómoda porque aún no era un objeto coleccionable. En un primer momento, los vendedores del tianguis no recibieron aquellas piezas ajenas, vistosas y redondas como material equiparable al resto de las antigüedades. «Involucra un tema distinto, ellos lo veían así». No pasó mucho para que el vinil se reevaluara, parte de una moda o de un retorno esperado, su regreso fue contundente. En la Lagunilla empezó a aparecer también la nueva generación de entusiastas coleccionistas. José Luis tiene su propia apreciación sobre la fiebre del vinil. Reconoce que hay un tipo de comprador que nunca dejó de coleccionarlos, aquella comunidad reducida que sabe que el lp tiene una mejor calidad de sonido. Sin embargo, apunta, estos no son los clientes más habituales en la Lagunilla ni en ningún lado. «El formato es muy bonito, existe un cierto lazo romántico, por supuesto, que implica el arte de la pieza en sí. Ante todo hay una necesidad por tener un objeto, por poseer algo. Con el resto de las antigüedades pasa lo mismo».

José Luis acomoda una tira de discos perfectamente distribuidos en una columna. A un lado de la mesa con las cajas metálicas, hay otra más pequeña que no se distingue a simple vista. Es una extensión del puesto de José Luis, donde encontramos libros, fotografías, juguetes y utensilios extraños. Aun en el puesto más formal y especializado del tianguis parece existir un afán por juntar estas colecciones accidentales. La fascinación por los objetos que describe José Luis parece inevitable, aplica a clientes y vendedores; esa mesa discordante y discreta la ilustra. Se asemeja a una colección cuidadosamente seleccionada, la de José Luis. Momentos antes nos platicaba que en primer lugar se considera músico; en segundo, coleccionista y, en tercero, comerciante. «Hay una cosa muy linda en que el objeto haya sobrevivido a muchas manos, al tiempo. Los objetos corren el riesgo del paso del tiempo». José Luis menciona algunos géneros y bandas que no volvieron a grabar, que sólo produjeron un disco, o fueron descontinuadas por cuestiones políticas e ideológicas y que por lo tanto se conservan sólo en este formato. Es un aspecto del vinil que no siempre consideramos, su importancia documental. Fungen como bóvedas del tiempo circulares que congelan lo que sólo pasó una vez, lo que no volverá a ser. «Es el peso de reconocer el formato en su valor, tienes en tus manos un master». José Luis habla brevemente de otro tipo de forma- tos. Opina que el casete murió porque su mecanismo es caro y difícil de producir. Se podría pensar que hubiera muerto de todas formas, no por su calidad o poca practicidad, sino por un aspecto más elemental, y sin embargo determinante: su formato no tiene el mismo poder objetual que el del vinil, y en el mercado de la Lagunilla la practicidad de las piezas, su verdadero valor comercial, importa poco cuando el objeto es capaz de cautivar. Aunque haya algo de moda en la fiebre del vinil, hay algo más poderoso y elemental que hace que nos acerquemos: el deseo de poseer un objeto que se antepone a tendencias, fines prácticos o razonamientos comerciales. El intercambio en la Lagunilla tiene por eso algo de búsqueda sensorial, de andanza reflexiva.

 

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Los objetos corren el riesgo del paso del tiempo, se oxidan, olvidan y envejecen, como nosotros. Nos parecemos, para bien y mal. No sorprende que los retengamos con recelo, que nos des- hagamos de ellos, o que los ocultemos en bodegas, en el fondo de cajones profundos: espacios que no podemos ver pero de los que nos llegan noticias. Algunos objetos conocen otros tiempos, pero caminar por la Lagunilla es, de cierta forma, presen- ciar cómo las épocas se juntan. El tiempo se desdibuja o, acaso, deja de importar. Buscamos en las antigüedades, quizá, algún secreto oculto en un pasado remoto, la respuesta al paso del tiempo: algo invisible, sepultado en nosotros mismos.

Fenómeno comercial, museo gigantesco, lugar de encuentro cultural, prueba de la conjunción social, de intereses, clases y formas de pensar. Así como a los objetos los atraviesa el tiempo, el óxido, a la Lagunilla le afectan los cambios globales, las nuevas formas de producción. Se cubre y transforma con cambios generacionales, culturales e ideológicos. Nuevas tendencias y clientelas desfilan. De alguna forma, a final de cuentas, sigue siendo algo que siempre fue, la conjunción de distintas épocas: un vestigio del tiempo.

El sol se asoma por fin, primero con timidez, escapando de la trampa hermética de las nubes. Impacta las calle, los toldos. Con mayor fuerza se proyecta en todos aquellos objetos que a su vez lo reflejan en pequeños destellos inquietos.


Autores
(Ciudad de México, 1993) es estudiante de comunicación y aficionado a la fotografía y a la ilustración. Ha colaborado en la revista National Geographic Traveler.
Secretaría de Cultura