Cuerpos habitados
Ante los dolores de cabeza empecé a pensar lo peor, quizá un insecto se había colado por mi oído y el calvario podía atribuirse a una lenta, o tal vez la más veloz, depredación. Después de mirar los casos más extremos en la televisión y de las búsquedas en Encarta 1997, cada síntoma representaba la confirmación de mi teoría: la muerte llegaría pronto y sería silenciosa. Ésta no llegó, pero una mañana de junio me desperté convulsionando y perdí la conciencia. Los recuerdos posteriores son borrosos, tenía nueve años y sabía que algo malo me había pasado. Esa mañana tuve que cambiar la fiesta de cumpleaños de mi mejor amiga por una visita al doctor. Después de varios estudios llegó el resultado final: una mancha del tamaño de un grano de arroz en mi cerebro. Se trataba de un cisticerco a punto de calcificarse, casi muerto, y aparentemente inofensivo.
El origen de mi paranoia y la realidad no estaban tan lejos, un bicho se había alojado en mi cerebro sin que yo pudiera hacer algo al respecto. Las causas de su llegada son tan diversas como desconocidas; desde el mito de la carne de puerco, la teoría de que se alojan en las fresas o su supuesta presencia en el aire. Es casi imposible saber de qué forma o cuándo llegó hasta el cerebro o por cuánto tiempo estuvo vivo. Lo único que sabía es que un “corto circuito” en el cerebro lo manifestó y me perdí de una fiesta con alberca.
Años más tarde, cerca de la adolescencia, conocí la obra de Horacio Quiroga. Si son libros “adecuados” para esa edad es tema de otra discusión. Sin embargo, Quiroga ha sido una lectura recurrente en los colegios contemporáneos. En los Cuentos de amor, locura y muerte encontré “El almohadón de plumas”, un relato corto que narraba la historia de Alicia y Jordan, dos jóvenes recién casados que eran felices hasta que la mujer empezó a sentirse mal. Las causas del dolor que la aquejaba eran desconocidas, pero se agravaban día con día. Nadie sabía cómo ayudarla. Ella se fue poniendo mal hasta el día que murió. La encargada de limpiar la habitación encontró ahí una almohada muy pesada y ensangrentada. Al abrir la funda de ésta, salió de ahí un animal viscoso e hinchado con la sangre de la fallecida Alicia: ese monstruo la había dejado vacía en cinco días.
Después de la lectura del relato terrorífico de Quiroga, mi historia parecía tener un mejor final que el de Alicia. Mi propio cuerpo, como mecanismo de defensa, había terminado de calcificar a ese amenazante y diminuto monstruo. Tras algunos meses de medicación, no volvió a darme problemas. Jamás he perdido la sensación de ser refugio de un cadáver, ese cuerpecito extraño que no me hace daño pero al que siempre llevaré cargando. También viviré con la certeza de que existen muertes paulatinas y silenciosas, que quizá cada noche los ácaros devoran una parte de mi piel u organismos microscópicos vuelan por el aire cargando enfermedades.
Quiroga se suicidó en 1937, veinte años después de escribir El almohadón de plumas. Quizá el deseo de morir es también un bichito, una voz casi inaudible pero constante, que sugiere que lo mejor sería no estar más en el mundo. Se manifiesta como un dolor que crece hasta que se vuelve incontenible.