La última guarida. Isidro R. Esquivel
El bestiario de mamá
—Tira al caballo de la avioneta —repitió de memoria—. En un principio girará desconcertado y sus belfos se colmarán de saliva. Al poco tiempo aprenderá a galopar el aire y se perderá como pegaso en la curva perfecta del mundo.
Lorena guardó bajo la almohada la postal de su padre y apagó la luz. El pegaso volando a la par de un aeroplano no había cambiado, sólo los bordes despostillados de su cartulina. Las paredes en la habitación se coloreaban de verde musgo, los libreros almacenaban juguetes; Roboraptor, Buzz Lightyear, un par de Transformers, el peluche de Chewbacca y las otras figurillas de acción miraban hacia todas partes con sus pupilas de plástico. Ahora Lorena compartía la cama cuando le permitían visitar a su madre. Apagaba la luz temprano para olvidar que ese cuarto solía ser fucsia y que los estantes sirvieron en algún momento para colocar sus libros de la escuela, que ahora se humedecían en las cajas amontonadas del closet.
Miguel no podía dormir.
—¿Tienes muchas postales?
—Algunas. Esta es mi favorita.
Lorena lo arropó con la cobija y le frotó la cabeza. Ambos intentaron cerrar los ojos sin éxito; los distraía el caminar nocturno de mamá.
—¿Cuántas cosas se volverían pegasos si las lanzaras de una avioneta?
—Estás en mi lado de la cama.
—¿Cuántas?
—Todos los caballos. Y los lobos también.
—Los otros animales que parecen caballos.
—Los venados. Los antílopes. Las llamas…
El cielo estaba poblado de equinos y caninos. Las cebras asustaban a los helicópteros cuando por instantes se confundían con las nubes. Los coyotes perseguían la estela de los aviones ruidosos: una ráfaga de efes y erres azules, grises, blancas.
—¿Qué pasaría si aventaras personas de la avioneta? —Miguel estiró las piernas arremolinando las sábanas de franela.
—Caerían como en las caricaturas. Un puntito cada vez más diminuto, y luego, una nubecita de polvo —Lorena jaló la cobija, tenía descubiertos los dedos de los pies—. Somos la única especie que necesita paracaídas.
—Es trampa.
—La gente es tramposa.
—Quiero ser un caballo.
Un alazán galopaba, rebasaba a todos los demás en la carretera celeste.
—En unos años, seguramente habrá una operación para eso.
—Quiero un establo y alfalfa interminable. Y una avioneta.
—Los caballos no manejan avionetas.
—¿Qué pasaría si aventamos a mamá sin paracaídas?
Lorena giró un par de veces en su lado equivocado del colchón.
Mamá caía, un silbido atravesaba el mutismo del cielo. Y en su onomatopeya mamá se volvía cada vez más pequeña. La brisa urgente dilataba su cabello, estiraba sus rizos en líneas perfectas; surcos rojos interminables. Su piel pecosa se dilataba en muecas. Caía. Abría las piernas y los brazos. Se estrellaba en el desierto.
—Mamá volaría —se respondió el pequeño de mechones pardos.
—Mamá caería, nos encontraría y nos regañaría. Te diría que eres un caballo tonto.
—¿De qué lugares podríamos tirar a mamá?
—Ya duérmete. Mañana no te vas a querer levantar.
—De una montaña, de un edificio, de su oficina…
La habitación negra se iluminaba ocasionalmente. Por la ranura bajo la puerta se colaba el brillo de un ahorrador blanco. Escuchaban a mamá caminar del pasillo, a la cocina, al pasillo, a su habitación. El departamento de cincuenta y tantos metros cuadrados almacenaba el sonido de las pisadas estrechas.
El apagador pestañeaba como un metrónomo.
—…podríamos tirarla por la ventana.
Mamá se rompía la nariz al estrellarse con la tierra del jardín.
—Podríamos.
Lleno de saliva y lodo su camisón verde menta.
—Si mamá volara seríamos pegasos.
—Mamá está imaginando que tramamos lanzarla por la ventana y por eso llora en su cuarto.
—No está llorando.
—Quédate calladito y la vas a escuchar. Ahora imagínate que es el mar.
El mar sollozó al otro lado de la puerta.
—¿Qué cosas imagina mamá?
—Está imaginando que la aventamos al mar.
—Por la ventana.
—Perfecto. Ya estás entendiendo.
—Y se ahoga.
—No, no se ahoga. Pero se desespera porque no sabe nadar.
—Sí sabe nadar.
La marea se elevó gigantesca. Miguel y su madre surfearon como en Reyes de las olas, la película de los pingüinos que vieron la semana pasada. Lorena había pedido ver la de los niños españoles quemados en el orfanato. Mamá lloró en el cine y los medios hermanos sospecharon que había imaginado algo de su vida en la pantalla gigante.
—Mamá es tonta, ¿cuándo la has visto sin su llanta salvavidas? No hace más que tragar agua en las albercas.
—No es cierto.
—Ni siquiera conoces el mar. Es tan profundo como el aire, por eso hay caballos de mar. Y estrellas de mar.
Miguel no respondió. Los ruidos de la noche lo inquietaban a veces. Su papá le dijo que la madera en su recámara crujía por la humedad. Le repitió que no había nadie en los libreros ni dentro de las cajas en el closet.
La pantera desterrada al rincón del estante miraba fijamente a Lorena. Se recordaba negra, afelpada; la miraba como diciéndole yo fui tuya, quítame a estos animalejos de encima.
Lorena giró los ojos hacia la ranura de la puerta.
—¿Conoces las mantarrayas? Los biólogos dicen que son ángeles.
—Mamá sería una mantarraya.
—Mamá no sabe respirar bajo el agua. Tampoco sabe respirar aire. ¿Has escuchado cómo se le atora en la garganta?
Mamá tragó agua salada e intentó respirar profundo. Su paladar le sabía a cloro de alberca.
—Pues mamá está imaginando que es una mantarraya. Por eso llora.
—Podría ser.
Quizá un tiburón le arrancó la pierna. Quizá la tronó por las costillas.
—¿Cuándo conociste el mar?
—Todavía no nacías. Mi papá nos llevó a Cancún de vacaciones. Buceamos con un snorkel.
—¿Por qué mi papá no nos lleva a Cancún?
—Porque no la quiere.
—Sí la quiere. Le regaló una bufanda.
—No la quiere.
—Sí la quiere.
—Está bien. Sí la quiere. ¿Entonces por qué la hace llorar?
—Papá dice que mamá imagina cosas últimamente.
Miguel apretó los ojos y organizó el pasillo del departamento para agarrar el sueño. Su fotografía con papá y mamá. El bigote grueso de papá, la playera amarilla de Pikachu que le regalaron de cumpleaños. El bosque de Tlalpan. Los ojos redondos de mamá, con las ojeras verdes que nunca se le quitan.
Junto a su fotografía, una más pequeña, casi nueva: Lorena en su graduación de la primaria, sola en el fondo azul marino. Media cola anudándole el cabello negro.
—Mamá está imaginando que se ahorca con la bufanda que le dio tu papá.
—Mi mamá no se va a ahorcar —Miguel intentó hacerse taquito en la cobija, Lorena la jaló de regreso—. La bufanda tendría que estar viva, ella no se ahorcaría solita.
—Me gusta. Sería una serpiente. ¿Qué serpientes pueden volverse bufandas? Anaconda, cascabel…
—Dime que mi mamá no se va a ahorcar.
—Boas, cobras, pitones, coralillos —un serpentario suicida se les enredó en la garganta—. Mamá está imaginando que sabemos mucho sobre serpientes. Mira: Jabalina, Haitiana, Ratonera, Escarlata, Zorro.
Mamá aterrada en la selva, con los ojos enrojecidos y los brazos rasguñados. Serpientes se enredaron en su cuerpo, se le metieron por todas partes. Ella lloraba no por favor, pero la víbora los mantenía a todos despiertos.
—¿Cómo conoce sus nombres?
—Ve mucha tele. No deja de ver tele porque tu papá no le hace caso.
—Eres una envidiosa. Estás envidiosa porque no tienes papá.
—¿De dónde sacas eso?
El funeral hacía dos meses era blanco y negro. El padre de Lorena descendía, adentro de la Tierra, adentro del ataúd, más adentro hasta las costillas de la infancia. Mamá era un retrato nublado como los de casa de la abuela. Fría y estática. ¿Por qué Lorena tenía que vivir con la abuela? ¿Por qué en su cama dormía ahora un niño impertinente? ¿En qué momento nos volvimos los invitados de nuestra vida?
—Mi papá dice que tu papá se murió y le quema la cabeza a mamá.
—¿Eso te dice?
—Dice que por eso no duerme con ella.
—¿Y no te da miedo?
—¿Qué cosa?
—Que venga a quemarte la boca por chismoso.
—No, porque yo no estoy loco.
—Mamá está loca.
—Mi papá dice que mamá imagina cosas y que la loca eres tú, que te quieres suicidar como tu papá. Por eso te mandaron con la abuela.
—No sabes lo que es un suicidio. A ver, ¿qué quiere decir la palabra?
Los hermanos jalonearon la cobija. Era muy pequeña para los dos. La sábana de franela se había enredado en sus pies.
—Que fumas y tomas para morirte pronto. Por eso hueles feo.
—Huelo feo porque estoy poseída por el fantasma. Este es el olor del inframundo, mira, huele mi playera.
—Qué mentirosa eres.
El inframundo se vestía de humo, azufre, muchos muertos que olían a muerto y hablaban graves, con voces polvosas. Uñas ahumadas y cuencas huecas. Esqueletos y los tantos insectos merodeándoles las costillas. Lenguas de gusanas ciegas. Lenguas largas. En el inframundo había un cuarto fucsia.
—Soy el fantasma del papá de Lorena —dijo la media hermana con la voz negra —. Vengo por el niño chismoso, lo voy a quemar con este encendedor.
Lorena se echó el cabello sobre la cara pálida. La madera en la recámara crujía.
—Mamá te va a regañar por fumar en el cuarto.
—No estoy fumando, es el humo del fantasma.
Era el humo del fantasma. Era el crujido del fantasma.
—Apestosa.
—¿Sabes por qué está llorando Mamá? Porque estoy tan loca que hablo sola. Porque su hijo chiquito se murió y yo hablo sola por las noches.
—No es cierto.
—Mamá está imaginando que hablo con mi hermanito fantasma.
—Que no.
—¿Recuerdas esa caja en el closet? Te dijeron que eran mis libros para que no la abrieras, pero adentro está el cadáver de un niño chiquito. Pobrecita de mamá. Ya te estás tardando, órale, orínate, como cada fin de semana.
Una pequeña calavera leía historias dentro de la caja. Los libros Abracadabra de inglés con el conejo saliendo del sombrero, los cuadernos de matemáticas y las conversaciones privadas de Lorena y Adriana, su amiga del colegio; que si Pepe, el que les gustaba en quinto de primaria; que si se volaban deportes; que si se iban a fumar atrás de los baños; que si la mamá de Lorena se había vuelto a casar. Las postales de su padre amarradas con una agujeta para no perderse o arrugarse; las historias de animales dibujadas con lápiz y acuarela que recordaba de memoria.
¿De quién era la calavera dentro de la caja?
—Miados Miguelito, mamá se lo imagina ahogado en su pipí.
Un río ambarino lleno de angustia.
—No está imaginando eso.
—Estoy hablando sola, sola, sola. Me gusta hablar sola. Y fumar en la cara de mi hermanito fantasma.
Mamá chorreaba un río de angustia entre las cobijas.
—Si fuera un fantasma, no podría patearte la panza —Miguel se meneó debajo de la cobija y enterró su tobillito en el vientre de Lorena—. ¿Sabes qué más dijo mi papá?
—No me patees. Tienes piecitos de lombriz.
—…que tu papá hace soñar pesadillas a mamá. Que eres tan mentirosa como él.
Lorena abrió la boca grande y del cráneo de su padre brotó una lengua larga de gusana ciega. Le acarició la cara y jugueteó con sus labios. Un beso profundo; los otros insectos se adentraron en su garganta, se ensalivaron hasta llegarle al estómago. Qué lengua tan larga; gruesa. Blanca. La lengua dijo estás poseída por mi fantasma.
—Soy mi papá y voy a infestar la casa.
—Mamá está imaginando que imaginas otra cosa.
—¿Escuchas eso?
—¿Los crujidos?
—Son las cucarachas trepando las paredes.
La cocina de mamá se plagó de escarabajos, cucarachas, moscas, hormigas rojas. Mamá encendía y apagaba la luz, y en su metrónomo estas cosas no se iban ni se ocultaban.
Los niños se detuvieron a escuchar las cientos de patas trepándole el camisón a su madre.
—Mamá imaginó que fumigaba la casa —Lorena apagó su cigarro en la alfombra y le dio la espalda a Miguel—. Tú papá está dormido en el sillón, ¿verdad?
—Mi papá no es un bicho.
El padre de Miguel respiró el vapor verde fluorescente del exterminio.
—Mamá me mandó con la abuela para que no me haga daño el insecticida. Cuando se acabe la plaga me regresará mi cuarto.
Miguel se cubrió la cabeza con la cobija.
—No le hagas caso a tu papá—continuó la media hermana—. Te voy a decir la verdad. Mi papá era un pegaso. Y mi mamá está enojada porque se aventó de una avioneta.
—Mi papá no es un bicho.
Su padre intentaba alejarse de la Muerte con sus seis patas. Panza arriba, como un artrópodo indefenso.
—¿Quieres ir al baño, o ya te orinaste? —Lorena palpó el colchón—. No vayas a ponerte a llorar, ¿eh?, si lloras va a venir mi papá a quemarte la cara, como le hace a mamá.
—Los pegasos no queman caras.
—No, los pegasos muerden, y a los niños chiquitos les arrancan los deditos de los pies.
Los cascos del pegaso bloquearon el brillo bajo de la puerta. La caja con la calavera en su interior comenzó a temblar. Mamá imaginó que los pegasos comían mantarrayas cuando bajaban al mar. Y la casa se plagó de insectos, de serpientes imposibles de fumigar.
La marea se retraía en los bordes de la puerta.
El clamor de las olas devoraba al metrónomo.
Mamá lloraba porque a su hijito le iban a morder los dedos de los pies.