El imperio de los hematófagos
Si pudiéramos entendernos con un mosquito,
llegaríamos a saber, que también él…
se siente el centro… de este mundo.
Friedrich Nietzsche
El ensayista Juan Pablo Anaya tiende puentes entre la novela de ciencia ficción de Rafael Bernal, Su nombre era muerte, y otras referencias literarias y cinematográficas. Aquí traza una posible genealogía que toca a los animales de la granja de Orwell, y muestra un vínculo con «La última guerra», cuento de Amado Nervo.
Su nombre era muerte, de Rafael Bernal, es una novela llena de premisas fascinantes y descabelladas. El texto, sin embargo, no es una «obra maestra» a la par de El complot mongol, como afirma Francisco Prieto en el prólogo de la edición que circula actualmente (México: Editorial Jus, 2005). Las premisas que construyen este relato de ciencia ficción se desarrollan con una fortuna desigual. Hay en el texto, no obstante, una herencia literaria que vale la pena explorar y quizá re-escribir.
Publicada por primera vez en 1947, la novela cuenta la historia de un misántropo que huye a la selva, entabla amistad con los Lacandones y se vuelve su Dios tras descifrar la lengua que hablan los moscos. Después de hacer contacto con estos insectos, el también narrador se enterará del plan que tienen los zancudos para subyugar a los seres humanos y de su importante papel en él. Ante la disyuntiva entre ser un jinete del apocalipsis y esclavizar al género humano, o convertirse en el cristo de los moscos subyugados y liberarlos, evitando así el ataque contra los hombres, el protagonista escogerá esta última posibilidad motivado por su anhelo de salvar a la mujer que desea.
La misantropía del personaje principal, sin embargo, carece de fuerza narrativa. Durante toda la primera parte del libro sólo tenemos un testimonio de su odio a la humanidad, su huida a la selva, y el resto son discursos que abusan de los adjetivos para construir su malditismo. «La selva reía… de la pobreza de mi triste alma podrida que arrastraba yo por los caños, también podridos. No sé cuánto tiempo duró mi delirio, no recuerdo nada de lo que hice, ni… las palabras amargas que me nacían de dentro». De ahí que el personaje principal, pero también los que están a su alrededor, resulten un tanto estereotipados. El caso más claro es el de la mujer de la que queda prendado y que parece pertenecer al imaginario del star system de Hollywood. Una rubia que llega a la selva en la expedición de un antropólogo, que gusta de las historias de misterio, siempre sonríe y posee un cuerpo «alto y esbelto, como acostumbrada al ejercicio».
El protagonista de la novela se debate entre dar paso al imperio de los moscos, cuyos líderes han suprimido la creencia en Dios, o bien volver a su antigua fe cristiana que curiosamente promueve la igualdad entre todas las criaturas, incluidos los insectos. Inocular esta creencia entre los zancudos dominados por el Gran Consejo de moscos terminará por emancipar a los subyugados. Pero la novela no discute ni expone los principios teológicos con los que funciona. Extrañamente, los da por sentados. Se habla de Dios pero no de la figura de Cristo, personaje clave para hablar del amor de Dios Padre hacia todas sus criaturas. Salvar a la chica rubia del hambre de sangre del Gran Consejo es la principal razón con la que tiene que arreglárselas el lector para entender por qué el protagonista renuncia a su alianza con los insectos para acabar con el género humano.
Uno de los capítulos más interesantes de Su nombre era muerte se encuentra poco después del inicio y es aquel en que el narrador estudia y descifra el lenguaje de los moscos que habitan la selva lacandona. «Su constante zumbar alrededor de mi cabeza me exasperaba y me llenaba de odio», afirma antes de comenzar sus investigaciones. En un principio, semejante estímulo es sólo una materia sonora libre de significación, a la manera del piar que enturbia la voz de Gregorio Samsa en La metamorfosis. El fastidio que produce en el narrador el zumbido de estos animales es quizá el motor más interesante de la trama. En su borrachera, se empeña todas las noches en matar la mayor cantidad de moscos. Empieza entonces a estudiar su comportamiento, asunto que lo entretiene al punto de distraerlo de su alcoholismo. Después de haber tocado fondo en su proceso de adicción, descifrar la «música» que se esconde en esos sonidos se convertirá en su nuevo vicio. Su oído absoluto, capaz de ubicar la nota y la altura de cualquier sonido, le ayudará en esta tarea. «Para anotar los zumbidos desarrollé un sistema donde incluía las intermitencias… y la nota musical en la que se emitían». Descubre entonces que en el zumbido de los moscos hay, como en la voz humana, cuatro tesituras principales, cada una con un significado distinto: «deduje que el verbo en idioma mosquil tiene siempre en voz de bajo un sentido afirmativo, en voz de barítono, negativo, en voz de soprano interrogativo y en voz muy aguda o de niño, suplicativo o exclamativo». Tras varios años de estudio, el personaje inventa una forma de notación para transcribir el lenguaje de los moscos, escribe una gramática que lo explica y un diccionario que lo traduce al español. Un lacandón experimentado en elaborar flautas le construye el instrumento con el que entablará su primera charla con uno de los insectos. Es este invento el que vuelve a la novela claramente un relato de ciencia ficción.
Tras la primera charla con los moscos estamos en el mundo de «La última guerra» (1906) de Amado Nervo o de La guerra de las salamandras (1936) de Karel Čapek. Relatos de ciencia ficción en los que bestias distintas al ser humano, gracias a una racionalidad intrínseca o una aptitud natural, resultan capaces de hablar una lengua. Mientras las salamandras en la novela de Čapek aprenden a hablar un inglés básico, los moscos en la novela de Bernal poseen una lengua propia que había resultado, por mucho tiempo, indescifrable para el género humano. Tristemente, una vez que el protagonista la descifra, la sintaxis del habla de estos animales en la novela se vuelve literalmente la del español. Queda por articular una verdadera escritura mosquil que afecte al castellano: lo llene de zumbidos que equivalgan a un verbo, de intermitencias o espacios en blanco que lo maticen y de variaciones en la tesitura musical de su pronunciación cargadas de significado.
El segundo elemento que destaca en Su nombre era muerte es la manera en que actualiza, en el mundo de la literatura, una de las predicciones que legó Amado Nervo a la ciencia ficción. Según ésta, «nuevas razas» que se fermentaban en una «animalidad inferior» llevarían a cabo «La última guerra» antes de la extinción del sol. En la novela de Bernal, los mosquitos resultan ser esa raza animal cuya organización social y forma de individuación se asemeja a la de los ejércitos en la Segunda Guerra Mundial. Las armas del ejército de moscos para esclavizar al género humano son la malaria, el paludismo y el vómito negro. Más allá de su arsenal bacteriológico, toda su dinámica política parece estar orientada a la guerra. Los cuerpos de los zancudos, de hecho, son descritos con metáforas militares: «los moscos… tenían con toda seguridad alguna razón tan poderosa para tomar mi sangre, que no les importaban las bajas causadas con tal de lograr su objetivo, así como un general que tiene que tomar una posición, que es la clave de su victoria, sacrifica para lograrla cuantos hombres sean necesarios». Pero lo que resulta aun más interesante es que, como sucede en un ejército, cada uno de los moscos es sólo una parte de un cuerpo más grande. Son las células de un batallón en el que lo que peligra no es la pérdida de sus partes sino la derrota del conjunto. La organización social que narra Bernal, en este sentido, es un buen retrato del proyecto estético-político del partido Nazi. Es El triunfo de la voluntad sobre la naturaleza, tal como se lo proponía el famoso documental de Leni Riefenstahl en el que hacía eco de las consideraciones estéticas de Hitler. En la novela, las masas amorfas de zancudos volando en la selva resultan ser parte de un orden guiado por la racionalidad del Gran Consejo de moscos y la manera en que ha asignado una función técnica a cada grupo que compone esa sociedad.
Finalmente, la tercera herencia literaria de Su nombre era muerte se encuentra en la actualidad que guarda el peculiar totalitarismo guiado por hematófagos que plantea la novela. Si La guerra de las salamandras de Čapek puede verse en parte como una metáfora de la esclavización de los trabajadores del tercer mundo; la novela de Bernal plantea una explotación que ya es global. El Consejo Superior, que estaría en la punta de la pirámide social del imperio de los moscos, es una estructura diseminada a lo largo del planeta Tierra. Sus miembros se comunican entre sí «por medio de emisarios que recorren el mundo… dejándose llevar de un continente al otro por las corrientes de aire, de las que son grandes conocedores». La supuesta importancia del Consejo procede de la racionalidad instrumental con la que guía la vida social de los moscos. Semejante grupo se dedica a pensar y a administrar, como un zángano, el trabajo de las capas más bajas de la pirámide social mosquil y presume haber logrado prever todas las situaciones posibles que podrían desencadenarse en el futuro, por lo que al parecer ahora se dedica únicamente a administrar el trabajo de los demás y a la pereza.
Esta élite, mezcla de los cerdos que toman la granja en Animal Farm (1945) y el gran hermano de 1984 (1949) al cual precede, ha inoculado en los moscos una férrea creencia: el moscocentrismo. «Nosotros los moscos somos los dueños absolutos del Universo y toda criatura en él debe pagarnos tributo de sangre». Tal megalomanía está vinculada con un sentido de la propiedad, los moscos reclaman ser los dueños del territorio que compone al planeta Tierra, por lo que le cobran al resto de las especies el tributo que extraen de sus venas. Todos los animales que existen, según los moscos, viven en una cierta libertad que ellos toleran mientras paguen lo que se les exige sin quejarse. La excepción es el ser humano, al que planean esclavizar para disfrutar de su sangre. Para comunicarse con los seres humanos y llevar a cabo su plan, los moscos necesitan aliados: «un gobierno de hombres que se sujete» a sus designios. El protagonista aceptará ser su cómplice. Se convertirá, entonces, en uno de los jinetes del Apocalipsis. Aquel de quien se dice en la Biblia que «tenía por nombre Muerte, y el infierno le iba siguiendo». Curiosamente, este emisario del mal responde a las órdenes de la organización transnacional que domina la vida de los moscos. En el totalitarismo mosquil que vaticina la novela, los seres humanos serían reducidos a un tipo de ganado que, además, trabajara la tierra. Algunos otros humanos servirían específicamente para el cultivo de gérmenes (el arma de los moscos) o la reproducción; al resto se le drenaría la sangre regularmente y se le obligaría a producir alimentos básicos para los hombres y azúcar para los moscos. En esta forma de ganadería intensiva, por supuesto, las tasas de natalidad estarían controladas en relación a los intereses de los insectos. Bajo este esquema de producción las personas mayores de cincuenta años serían exterminadas, pues su fuerza de trabajo habría sido mermada por la edad y en su sangre se comenzaría a percibir el sabor de la vejez. El imperio de los hematófagos que plantea Bernal hace pensar en el neoliberalismo que nos aqueja, guiado por corporaciones trasnacionales que subordinan gobiernos locales con el fin de extraer materias primas de sus territorios y convertir a sus habitantes en fuerza de trabajo mal pagada y prescindible.
Hay muchas cosas más en la novela que resultarán de interés para los estudiosos de la literatura mexicana y de la ciencia ficción. Hay dos que, a mi juicio, destacan. La primera es el vínculo entre la revuelta que terminará encabezando el protagonista contra el Consejo Superior de moscos y la Guerra Cristera, en la que participó Bernal. La segunda tiene que ver con el relato de los combates entre el Consejo Superior y los moscos rebeldes cuya narrativa parecería estar inspirada en la crónica radiofónica de los avances y derrotas de los aliados en la Segunda Guerra Mundial.