El oficio del tallerista. Entrevista a Orlando Ortiz
¿En qué momento debe concluir un taller? ¿Desde qué ángulo debe dirigirse? Orlando Ortiz (Tampico, 1945) tiene treinta años de experiencia coordinando talleres literarios en la Ciudad de México y en el interior de la república como coordinador de talleres para el Instituto Nacional de Bellas Artes (inba), Secretaría de Cultura y la Fundación para las Letras Mexicanas (flm). En la siguiente entrevista, Ortiz reflexiona acerca de esta experiencia, así como sus ideas con respecto del cuento.
Orlando Ortiz llegó a la Ciudad de México durante la época de las revueltas estudiantiles con la idea de estudiar Letras hispánicas. Ahora trae a sus espaldas más de cuarenta libros, —novela, cuento, ensayo, crónica y literatura infantil—. Destacan títulos como Vidrios rotos, De entonces y de ahora, Última espera y Ofrenda en el asfalto. También ha colaborado en diversos periódicos y semanarios, entre ellos, La Jornada Semanal.
Con los años te ha tocado impartir diversos talleres en los Estados de la República, ¿cómo se vive el papel del tallerista en estos lugares?
Siempre me interesó acabar con una idea con la que me había topado en Tampico. En su momento, me llamó Miguel Donoso para que me hiciera cargo del taller que iba a dejar Tito Monterroso; después, me comentó que en tal ciudad estaban pidiendo un coordinador de talleres y se trataba de ir una vez al mes, o cada quince días, y quedarme un fin de semana. Así fue como comencé a salir, además de tener el taller aquí. Me llamó la atención porque antes había coordinado un taller en la Universidad de Puebla y me había dado cuenta, aunque ahí no era el ambiente, de que aún se tenían que combatir esos prejuicios que todavía permanecían en la mentalidad de algunos sectores: que uno se va a morir de hambre por dedicarse a la literatura. Por ejemplo, mi padre escribía poesía, pero una poesía, si se le puede decir así, muy tradicional. Y cuando le dije que quería ser escritor me dijo: “estás loco, primero estudia una carrera que te dé dinero y luego ya te dedicas a lo que desees”. Y fue así como comencé a ir a varias partes del país; incluso cuando Miguel Donoso había fijado que fueran jóvenes nada más, siempre llegaban las “glorias locales”, personas de edad que se consideran grandes poetas, con dos o tres libros, y son ajonjolí de todos los moles en las bodas, quince años, llegan con sus poemas y sonetos rimados. Pero trabajaba fundamentalmente con jóvenes para hacerles entender la idea de que este oficio es de trabajar y leer. Además, teníamos el problema de que las librerías en los estados son muy escasas. Entonces, les llevaba fotocopias para comentar lecturas.
Empezaste con teatro y leyendo a los naturalistas franceses porque eran los libros que podías conseguir en Tampico. ¿Qué cuentistas te empezaron a interesar?
Comencé a leer cuentistas mexicanos, que eran los que más se conseguían aquí por las ediciones del Fondo de Cultura Económica. Comprar autores de otros lugares estaba fuera de mis bolsillos. Fundamentalmente, el primero que me interesó fue Juan Rulfo. Había leído novelas y creo que entre los primeros libros que empecé a leer, ya como libros de cuentos, estuvo El llano en llamas. También Ramón Rubín, un cuentista que creo que es bastante bueno y que está muy olvidado por prejuicios extraliterarios; porque en una época, aunque creo que todavía, los escritores serios no ejercen oficios de la chusma.
¿Cuál ha sido tu mecánica a la hora de escribir tus libros de cuentos?
Yo soy consecuente de escribir lo que quiero escribir y como quiero escribirlo. No me pongo a pensar si hay o no un sentido, un simbolismo. A la hora de publicar, sí busco un eje; entonces, incluso cuando un cuento pueda aparecer el año próximo, a lo mejor lo escribí hace cinco o seis, pero no lo incluí en ningún libro porque desentonaba. A veces hay un tema o un asunto que se te presentan y más vale escribirlos, aunque no vayan a entrar de inmediato en un volumen. Lo que me gusta de hacer cuentos es que te permite estar escribiendo y, sobre todo, es común que te pidan alguno para una antología. Por eso digo que no hay que sujetarse a eso de que el cuento tiene que tener equis extensión, sino que quede impresionante tanto en eficacia, como en satisfacción propia. Y ya si es cuento, si es relato, si es poema en prosa, es lo que menos importa.
Eso nos lleva a otro tema: la mecánica del taller. En el taller de la Fundación para las Letras Mexicanas, la primera regla es que alguien más lee el texto, no su autor; primero comentan los asistentes, luego el tallerista. Además, existe un compendio de lecturas que revisar. ¿Cómo armas estas estructuras y qué objetivo tienen en tus talleres?
Que vayan asumiendo, en particular, la responsabilidad de su texto. Falta anotar que yo pido a los asistentes, aunque no soy impositivo tampoco, que no defiendan su texto; porque son libres de aceptar o no las observaciones que le hagamos todos los integrantes, ni siquiera las mías son obligatorias. Yo me he dado cuenta de que en muchas ocasiones en los talleres comenzaban a hacerse observaciones, el autor corregía, la siguiente sección todos opinaban; y a final de cuentas, todos los textos se parecían. ¿Por qué? Porque todos habían metido la mano. Además, imaginemos que se publicaba un texto del taller y alguien, al leerlo, dijera: “oye, el texto está muy mal, tu personaje es inverosímil”, y casi casi de inmediato, el autor saltaba y decía: “eso me lo dijeron en el taller”. Uno empieza a lanzarle las deficiencias de su texto a los integrantes del taller o al coordinador de éste.
¿Crees que haya un límite en las cosas generales que se pueden enseñar en un taller?
Por supuesto. Por eso me ha llamado la atención mucho más que dar clases, porque mi criterio nunca ha sido enseñar sino escuchar y orientar. Es como el oficial en el medievo, los pintores y los escultores eran los oficiales y tenían aprendices. Entonces, la madre le llevaba al hijo para que aprendiera el oficio, porque en aquella época siempre debían de pagarles, y el chavo empezaba barriendo el taller y poco a poco, sobre la marcha, se le enseñaban cosas; y cuando se veía que tenían disciplina, ya se les pedían cosas como poner la base de cierta tela o madera. Y así iban transmitiendo, en forma de práctica, no teórica. Por eso la idea que hubo mucho tiempo, en especial en provincia, de que tal o cual maestro de literatura manejara el taller tenía sus problemas: quizá sí leyeran poesía y quizá tuvieran conocimiento de la preceptiva pero no tenían el oficio de escritor. Entonces, creo que un taller debe de coordinarlo un escritor, para que tenga más que aportar con sus experiencias. Porque ésta es la que le dará a uno colmillo para decirle al asistente con qué problemas se toparán.