Tierra Adentro

Las meninas o La familia de Felipe IV, Diego Velázquez, 1656

Las cosas bellas son difíciles de saber

Proverbio griego

Las meninas o La familia de Felipe IV, Diego Velázquez, 1656

Las meninas o La familia de Felipe IV, Diego Velázquez, 1656

¿Por qué las cosas tienen tal o cual nombre? ¿Hay una relación especial entre las palabras y las cosas que refieren? ¿De dónde provienen esos misteriosos acuerdos ancestrales que derivan en las lenguas que hablamos hoy? Con frecuencia se dice que las palabras son máscaras de lo real, designios arbitrarios del aparato lingüístico, nomenclaturas que esconden sistemas de poder erigidos desde tiempos inmemoriales para aclarar a unos y engañar a otros. Tanto expertos (políticos, abogados, lingüistas, filólogos, etc.) como profanos (gente como usted o yo) pretenden hacer un uso instrumental de las palabras pero desconocen la amplitud del espacio lingüístico; los puntos muertos que transitamos a gatas y en la oscuridad sin saber que no solo nos definen, sino trazan el rumbo de nuestras acciones. La influencia del pensador francés Michel Foucault en la crítica del pensamiento de occidente es innegable. Antes de habitar problemáticas ligadas a la razón (Historia de la locura en la era clásica), el género (Historia de la sexualidad) y el poder (Vigilar y castigar), Foucault presentó en 1966 Las palabras y las cosas, una teoría antihumanista que aborda las intrincadas correspondencias entre las representaciones del lenguaje y las ciencias humanas en donde concluye que “lo humano se ha disuelto, está muerto”.

En las letras de “rosa” está la rosa, y todo el Nilo en la palabra “Nilo”

En la Grecia antigua se creía que una disposición divina había imbuido a cada cosa y a cada ser con un nombre único, intransferible y universal. Homero cantaba que los dioses usan palabras distintas a los humanos para nombrar las mismas cosas, pero tanto en unos como en otros hay una motivación especial que explica la relación. Así pues, en Cratilo o de la propiedad de los nombres, Sócrates refiere que el nombre de Zeus es idóneo porque su vocablo en griego antiguo (Ζεύς) expresa dos de sus atributos esenciales: por un lado, la idea de brillo o claridad en la bóveda celeste; y por el otro, la noción de causa de vida (tou dςεεn). La luz del día es indispensable para el florecimiento de cualquier existencia, por tanto “los elementos reunidos expresan la naturaleza del dios y la virtud de su nombre”1, afirma el filósofo. La idea de base es que la palabra es el arquetipo, la representación e incluso la evocación de la cosa. Asimismo, en lenguas como el quechua o el náhuatl, las palabras también entrañan un estrecho vínculo — muchas veces insospechado— con respecto a la cosa nombrada, aunque su uso está dominado por la oralidad, lo cual implica variaciones en factores tan diversos como quién pronuncia el vocablo o en qué momento del día lo hace. En náhuatl, por ejemplo, la palabra ahuacátl da nombre al aguacate y significa “testículo”. La forma ovalada, ligeramente fálica del fruto y el lugar donde se encuentra la semilla explican la asociación. En quechua existe una palabra para referirse específicamente a un niño desnudo y con frío: chirisqui. Chiri quiere decir “pequeño” o “frío” según el contexto, y siki significa nalga. Hay un sinnúmero de factores sociales, históricos, espirituales y geográficos que determinan la forma en que cada lengua se articula para definir su realidad. Por eso, cada idioma es una forma de entender el mundo, y quien aprende un nuevo idioma ingresa a otro tipo de sensibilidad y de ethos. Se dice, incluso, que las personas que crecen en el bilingüismo desarrollan dos caracteres distintos. De alguna manera,   las lenguas determinan las diferentes formas de ser de lo humano a lo largo y ancho del planeta como recuerda la historia de la Torre de Babel.

Según el relato bíblico, en Babel, futura Babilonia, se asentó el pueblo más grande de la humanidad “cuando toda la tierra tenía una sola lengua y un solo hablar”2. Nimrod, el primer monarca, quiso erigir una torre que alcanzara el cielo y fuera el símbolo de la unidad entre los humanos. Su obsesión por culminar la obra fue tal que ni siquiera las obreras podían dejar de trabajar para dar a luz, debían sostener al recién nacido en sus delantales y continuar con la labor. Para numerosos intérpretes, la torre de Babel representa el artificio humano del lenguaje, un lenguaje común muy cercano al conocimiento divino que perdimos, como el paraíso. Para los cabalistas, evoca la arrogante tentativa de encontrar el nombre de dios, ese fuego prometeico. En definitiva, la desmesura de Nimrod provocó la cólera (¿la envidia, acaso?) de Dios, que bajó para separar a los hombres y dividió el idioma humano en muchos. No en vano Babel significa “confundir” en hebreo, y esa separación marca una ruptura definitiva con respecto al vínculo primigenio que refería Sócrates. No obstante, el mito sugiere que todas las lenguas vienen de una sola y por eso al indagar en sus raíces se descubren las profundas coincidencias de sus formas de nombrar.

En La tradición de la ruptura, Octavio Paz revive una de las claves de la problemática relación entre las palabras y las cosas. El lenguaje clásico, nos dice, es hijo del tiempo cíclico y de alguna manera pretendía reemplazar a lo nombrado, encarnarlo. Antes de la modernidad —“ese período que inicia quizás en el siglo XVIII y llega ahora a su ocaso”3—, las palabras estaban fraguadas como una combinatoria precisa de símbolos; una especie de conjuro que encriptaba las características y representaba la cosa. El arte clásico, asimismo, estaba basado en la mímesis y de alguna forma quería ser, encarnar, el objeto retratado. Si por casualidad lo llegaba a transformar lo hacía de manera inconsciente y a destiempo, como es el caso de Velázquez en la pintura o Cervantes en la novela; sus revolucionarios estilos artísticos solo habrían de prosperar con la consciencia novelesca del siglo XIX. Así pues, la percepción moderna busca lo opuesto, la anticipación de lo desconocido, la percepción de lo heterogéneo, lo concreción de lo excepcional y en definitiva, la predicción de lo futuro. En esa singular diatriba se inscribe el capítulo inicial de la obra de Michel Foucault, el análisis de Las meninas, la pintura de Velázquez. Tras una minuciosa écfrasis —que es la descripción punto por punto de una imagen— el filósofo francés se concentra en un detalle; el fuera de campo donde confluyen las miradas de los personajes, un irreductible espacio muerto, un quiebre, una ausencia que constituye el elemento central de la obra y marca la escisión de un lenguaje:

Quizá haya, en este cuadro de Velázquez, una representación de la representación clásica y la definición del espacio que ella abre. En efecto, intenta representar todos sus elementos, con sus imágenes, las miradas a las que se ofrece, los rostros que hace visibles, los gestos que la hacen nacer. Pero allí, en esta dispersión que aquélla recoge y despliega en conjunto, se señala imperiosamente, por doquier, un vacío esencial: la desaparición necesaria de lo que la fundamenta —de aquel a quien se asemeja y de aquel a cuyos ojos no es sino semejanza. Este sujeto mismo —que es el mismo— ha sido suprimido. Y libre al fin de esta relación que la encadenaba, la representación puede darse como pura representación.4

Los fósiles del lenguaje

A finales del siglo XIX, los primeros etnólogos descubrieron que muchas comunidades en distintos lugares del mundo (arahucanos, polinesios y africanos, entre ellos) acostumbraban dar a los hijos el mismo nombre que sus padres, lo cual también implicaba muchas veces el desempeño de la misma función en la comunidad, y bautizaron este fenómeno como teknonymia. Fue en 1889, tras una serie de viajes por México y Cuba, que las teorías primitivistas de Edward Burnett, expuestas en “Primitive culture” (1871), florecieron como una de las primeras perspectivas de la naciente disciplina antropológica. La presencia de la teknonnymia en occidente es a todas luces evidente. Los antiguos griegos y romanos añadían un epíteto a los nombres para indicar el lugar de procedencia y el nombre del padre. Apellidos como Erikson (hijo de Erik) en inglés, o Rodríguez (del latín, “hijo de Rodrigo”) en castellano son una muestra de dicho fenómeno en la actualidad. En India, el nombre de una persona indica de qué región viene, cuál es su lengua nativa y su casta (lo cual incluye casi invariablemente su condición económica, social y la vertiente religiosa de su familia en el hinduismo o el budismo). Por lo demás, Rusia y algunos países eslavos utilizan los patronímicos en el nombre — así, por ejemplo, Tatiana “Fedorova” indica que Tatiana es hija de Fedor. Desde luego, el eje patriarcal, nacional y religioso domina esta, como tantas otras directrices del lenguaje, y ese es el punto neurálgico que aborda Michel Foucault en Las palabras y las cosas: hay irreductibles relaciones de poder, de dominación y de jerarquía en las construcciones lingüísticas que expresan nuestras ideas. Dichas relaciones reducen las posibilidades de siquiera pensar en la libertad humana.

Las palabras conjuran el alma de las cosas

La historia del alma es difícil de rastrear con exactitud. En la Ilíada se canta que las almas abandonan la boca de los guerreros al morir. Para los cultos órficos que influyeron en la filosofía pitagórica, el alma era un principio extensivo y vital que proviene del “todo” (cercano a la idea pre-homérica de Cosmos) e imbuye por igual a los seres y las cosas. Así, no solo el movimiento está determinado por el alma, sino también la existencia de los entes que aparentan inercia. Por eso el nombre de las cosas, al ser una representación de su esencia y una manera de cifrar sus rasgos distintivos, tenía un atributo mágico que consistía en conjurar las almas e invocar la presencia de la cosa nombrada. Este poder evocador del lenguaje pervive como una tradición en un sinnúmero de culturas del planeta (para las tribus cofanes que habitan el amazonas colombiano la creación vuelve a ocurrir cada vez que el taita o abuelo nombra cada cosa y recuerda su origen), pero ha adquirido un matiz negativo al asociarlo con la superstición y la brujería. De hecho Edward Burnett sentó las bases de la antropología con la conceptualización de la cultura entendida como “conjunto de saberes, costumbres y prácticas humanas”, e investigó la noción de alma para dar nombre a lo que hoy día conocemos como animismo.

Tras sus estudios de las etnias en México, Turquía, India y ciertas islas de la polinesia, el antropólogo inglés concluyó que “la existencia del alma” era la idea más elemental de las religiones humanas y la base de los dogmas sobrenaturales que se construían a partir del lenguaje. “Un sistema de creencias según el cual todos los seres y objetos tienen una consciencia o un alma, una doctrina de almas”5, tal fue la primera definición de animismo. Sin embargo, el inglés no consideró este conjunto de prácticas como un fundamento de todas las culturas (o de su construcción simbólica), sino como un estadio pre-religioso o primitivo en la evolución de las culturas. Con el tiempo, su lectura historicista se convirtió en un modelo de pensamiento. El ser hombre occidental, hijo de la revolución industrial, de la idea de progreso y del método positivista, se concebía como el eje central de la historia humana. Por eso no es casual que Burnett haya sido el primer antropólogo en el sentido estricto del término, ni tampoco que haya dictado los lineamientos de dicha disciplina influido por el determinismo darwiniano. Aunque en su momento no hubo serios cuestionamientos al respecto, ya en la crítica nietzscheana del lenguaje relucían los contrasentidos de la teoría primitivista y se veía venir la crisis del pensamiento, enunciada por los primeros estructuralistas y más tarde por Michel Foucault.

Las trampas del lenguaje

Para Nietzsche las palabras son espadas de doble filo. Inventadas para darle orden a una realidad heterogénea y compleja, permiten la comunicación pero tratan de imponer su lógica en un mundo contradictorio que se resiste a entrar en sus casillas. Esta “voluntad de verdad” ha confundido a la humanidad, haciéndole creer que los signos lingüísticos son más que simples asignaciones colectivas. En su deseo de dominación, y conservación del poder, los hombres han convertido las palabras en meros instrumentos de control para las élites (los reyes, los sacerdotes y los “letrados”) que dictan las leyes, las verdades y los ideales éticos y estéticos. Esa innegable arbitrariedad ha desnudado las estructuras que subyacen bajo la construcción del lenguaje. “¿Es el lenguaje la expresión adecuada de todas las realidades? ¿Las cosas necesitan nuestro señalamiento para ser?”6 — no solo sería difícil, sino hipócrita sostenerlo, formula Nietzsche.

Pocos años más tarde, el lingüista francés Ferdinand de Saussure habría de teorizar su filosofía del lenguaje en Curso de lingüística general, la obra fundacional del estructuralismo y probablemente el primer estudio científico acerca de los fenómenos del lenguaje. A partir de un análisis binario, Saussure diferencia “lengua” y “habla”. La primera, se refiere a la estructura del lenguaje en la mente humana, el entramado de signos que lo componen; mientras que la segunda alude al acto de hablar —la parole, en francés. Por otra parte, distingue entre significado (sentido) y significante (signos y sonidos que componen las palabras) y pone en evidencia su relación arbitraria, esto es, la imposición de los nombres a las cosas sin que haya una motivación particular. Por ejemplo, la palabra “policía” tiene un origen griego (πολιτεία) pero su etimología, que hacía referencia al deber de los ciudadanos con el estado, se contrapone a su significado actual de un cuerpo judicial encargado de mantener el orden y la seguridad. Además, un hablante no necesita conocer al detalle esta información para comprender lo que es un policía. Por el contrario, dice Saussure, en el lenguaje poético sí hay un vínculo especial en tanto pasa por dinámicas de forma y melodía para establecer un vínculo autorreferencial.

La genealogía de los problemas

Ahora bien, la revelación de la estructura lingüística es sumamente valiosa para Foucault, pero su crítica rebasa el esquema estructuralista. No basta conocer los marcos del lenguaje, pues los individuos viven el fenómeno lingüístico sin tener consciencia de los mecanismos bajo los cuales se despliega, como bien lo demostró Freud al teorizar los deseos del inconsciente. “Las ciencias, en apariencia tan lúcidas, obedecen a un mecanismo inconsciente de la misma forma en que hay un inconsciente de nuestras conductas individuales y colectivas”7. Por eso no es una inocente coincidencia que pensamientos como el del intercambio de bienes y servicios en la economía política de David Ricardo y la crítica de la razón humana en la filosofía de Kant se hayan suscitado al final del siglo XVIII, en el mismo momento de la historia. En otras palabras, eran necesarias ciertas condiciones de posibilidad, ciertas “condiciones de verdad” para la existencia de ciertos discursos, de ciertas palabras. Por tanto, el psicólogo, el sociólogo o el lingüista no descubren realmente qué es el hombre con sus análisis, más bien descubren “estructuras mucho más hondas, formas de pensamiento que no son controladas por nuestra consciencias de seres individuales”8. Las palabras y las cosas tienen una relación irreconciliable, escindida hasta la médula y cualquier sensación de control es ilusoria. El lenguaje como un armazón de categorías, definiciones y arquetipos se ha desvanecido del horizonte de las ciencias humanas, y cualquier pensamiento que pretenda reivindicarse como tal debe asumir esa profunda desarticulación. Ahora cualquier estructura de conocimiento (científico o no) que se arrogue definitiva resulta inaceptable.

Se entiende entonces que el subtítulo de Las palabras y las cosas sea La arqueología del saber, pues el ejercicio crítico de los discursos encaja con el símil de la arqueología como el estudio de los cambios sociales y materiales de una época. En efecto, de estas reflexiones genealógicas se puede intuir el germen de la deconstrucción, método que vendría casi sistemáticamente con las obras posteriores de Foucault. La pregunta queda sobre la mesa: ¿hasta qué punto podemos hablar de libertad, autonomía o de lucidez en un espacio tan complejo como el lenguaje? ¿qué nos queda si después de “la muerte de Dios” el único papel del individuo es observar cómo  se desvanece la idea de ser humano?

Aunque muchos piden soluciones ante este tipo de crítica, es bien sabido que la filosofía no es una doctrina de respuestas, sino de preguntas. Por lo demás, el pensamiento de Foucault es de un profundo pesimismo. Su desconfianza de ideas como la libertad humana lo han perfilado como un pensador antihumanista. De hecho, Las palabras y las cosas se publica en 1966, ad portas del Mayo francés. No extraña entonces que hayan llovido todo tipo de críticas por parte de filósofos, artistas y simpatizantes del existencialismo libertario y comprometido con la izquierda. Incluso se sabe que el mismo Sartre, de quien Foucault era un amigo cordial, catalogó su obra como “la última barricada de la burguesía”. Sin embargo, la extrema consciencia crítica del pensamiento foucaultiano difícilmente podría reconciliarse con otro modelo de pensamiento, pues ha establecido como principio la anarquía misma. Por el contrario, las airadas reacciones y el espacio de incertidumbre que deja la obra confirman que su propósito se ha cumplido: si el ser humano se desencanta de sí mismo, si se hace consciente de su fragilidad, si renuncia a la arrogancia (una arrogancia que le viene incluso desde las palabras), entonces quizás pierda esa voluntad de poder, esa sensación de dominio que lo lleva a pasos agigantados hacia la autodestrucción.

  1. Platón, Cratilo o del lenguaje (la propiedad de los nombres), 8A. Versión en línea disponible en: https://www.academia.edu/35886154/CRATILO_-_PLAT%C3%93N
  2. Génesis 11:1-19
  3.  Paz, Octavio, Los hijos del Limo, Alianza editorial, p. 38.
  4. Foucault, Michel, Las palabras y las cosas, Buenos Aires, siglo XII, 1968, p. 26.
  5.  En el capítulo XII de Primitive culture (1871), Burnett expone que el animismo responde a un pensamiento pre-histórico de las civilizaciones humanas que se basa en opiniones y dogmas de fe para explicar los fenómenos naturales, la muerte y el origen de la vida. De este entramado de ideas habría resultado, según Burnett, una filosofía de la religión que tuvo un especial desarrollo en Mesopotamia y la Grecia antigua. Disponible en línea en: http://www.tbm100.org/Lib/Tyl20PC2.pdf 
  6. Nietzsche, Friedrich, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Alianza, Madrid, 1998.
  7.  Discurso de Foucault en torno a “La arqueología de los saberes” y “Las palabras y las cosas”,  febrero de 1968. La traducción es mía. Podcast en línea en: https://www.franceculture.fr/emissions/les-nuits-de-france-culture/michel-foucault-a-propos-de-les-mots-et-les-choses-1ere-diffusion-01011973
  8. Ibídem
Secretaría de Cultura