Tierra Adentro

Ilustración realizada por Mildreth Reyes

Mi última ruptura me mandó a terapia y al gimnasio. Quien me conoce, constatará que no he progresado en ninguno de los dos sitios. Y sin embargo persisto. Transito los días en compañía de fármacos que secuestran la serotonina de mis vísceras, evitando su recaptura. Las noches me alcanzan después de darle vueltas a la nada sobre una bicicleta fija y de llenarme los músculos de lactato a fuerza de hipertrofiarlos.

Sé que mi rutina ha cambiado porque los anuncios que atiborran mi página de inicio en Facebook ya no me ofrecen figuritas de anime ni libros en rebaja. En cambio, abundan los botes de proteína hidrolizada y las ofertas de anabolizantes. TikTok ya no me recibe con videos inentendibles de shitpost gringo ni humor centennial basado en el absurdo que abraza a la existencia del mundo; aunque sí encuentro, en abundancia, atletas escultóricos que podrían regresarme al neolítico de una patada, pero que prefieren gastar su tiempo agitando los tríceps con bailecitos.  

Al igual que ocurre con el resto de los habitantes del planeta, ante el mercado soy una mera compilación de datos explotables. Sé que habrá, en el rincón de alguna base de datos a la que le vendí mi alma al aceptar condiciones de uso no leídas, una red neuronal encargada de predecir mis conductas de consumo y ponerlas al servicio del Capital. Sé que habrá por ahí un par de líneas de código que me conocen mejor que yo mismo. El For Your Page de mi TikTok parece confirmar lo que temo: ahora soy otro.

Y sí. Uno no es más que la proyección de un algoritmo.

 

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El acontecimiento distintivo del siglo fue que convertimos a la memoria en un artefacto prescindible. No sólo la inmediatez de la información nos ha orillado a dar por sentado su acceso, sino que también nos ha habituado a erguir ciertas tendencias y a desechar otras con la misma rapidez. Vuelto una extensión del cuerpo, el internet nos enseñó que es posible vivir sin capacidad de retención alguna.

TikTok fue el inevitable resultado de este fenómeno. Incapaces ya de concentrarnos en el mismo tema durante más de minuto y medio, encontramos un refugio formidable en los recovecos de una aplicación que ofrece contenido audiovisual que rara vez rebasa los veinte segundos de extensión. TikTok engendra el perpetuo asombro que sólo podría vivirse en una biblioteca digital inagotable (tramada más como un recurso kafkiano que como una alegoría salida de Borges). El usuario se encuentra embebido en una lógica donde la novedad es la única forma del presente: los videos se alternan entre sí con la fugacidad de las olas.

¿Qué nos quedará después de haber convertido al resto del mundo en un espasmo de brevedad?

 

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Si hay algo que me delata como varón heterosexual cisgénero, es lo siguiente: cuando abrí mi cuenta de TikTok, antes de establecer una red de suscripciones y un patrón de afinidad por cierto tipo de contenido, los videos que me fueron ofrecidos por default eran 95 porciento culos perreando y 5 porciento parodias de señoras hechas por hombres con peluca.

Tardé una semana en lograr que mi FYP se llenara de videos de Patrick Bateman amenizados con chistes esquizoides. Nunca me alarmaron los melómanos que recomendaban música en medio de un cuarto tapizado de vinilos ni los fans del cine que hablaban siempre las mismas cinco películas. No eran nuevos, tampoco, los videos con humor sutilmente funable. Sólo logró divertirme la disimilitud entre las grabaciones que cada cierto tiempo me recomendaban. Al algoritmo le parecía completamente natural mostrarme chistes sobre el holocausto después de una cápsula informativa salida de algún influencer progre que hablaba de la importancia de los plugs anales en la lucha contra el fascismo.

Es el caso, claro, de la red social predilecta de una generación que fue gestada bajo el signo de la disonancia cognitiva.

 

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A veces nos cuesta admitir que los mejores momentos de la vida no son otra cosa que hacinamiento de ocio. El tiempo libre se disfruta por acumulación: nos asombramos ante el impensado hecho de encontrarnos tan prolongadamente sin responsabilidades encima. Vale la pena reconocer a TikTok como un recordatorio de que, incluso en medio de la rutina enajenante que viene dada por defecto en la existencia, podemos hacernos de una trinchera para descansar.

Hay dignidad en no ser productivo.

 

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El caos es la condición primordial del universo. Basta una mirada matemática para comprender que toda noción de orden es endeble, vulnerable a la degeneración. Una variable es suficiente para alterar la estabilidad ilusoria de cualquier sistema. Cada que producimos más datos y los arrojamos a la poza sin fondo de internet, alimentamos el tegumento de la bestia de la entropía.

Dominados por la neurosis del performance, millones de usuarios se esfuerzan en consumir y dar contenido que consumir. Carente de regulación alguna, de parámetros que aseguren la confección medianamente concienzuda de los mismos, los videítos y los audios pueden devenir en una embestida de desinformación o, lo que es peor, de sobreinformación.

Estamos a merced de un monstruo.


Autores
Nació el 16 de octubre de 2000, en Guadalajara. Es narrador, ensayista y divulgador científico. Ha sido ganador de los concursos “Creadores Literarios FIL Joven” (en las categorías de cuento y microcuento), “Luvina Joven” (en las categorías de cuento y ensayo) y del Premio Nacional de Ensayo Carlos Fuentes, que otorga la Universidad Veracruzana. Algunos de sus textos han sido publicados en las revistas Luvina, Punto de Partida, Pirocromo, Vaivén, Catálisis y GATA QUE LADRA.

Ilustrador
Mildreth Reyes
(Martínez de la Torre, 1999) Estudió la Licenciatura en Arte y Diseño en la Escuela Nacional de Estudios Superiores, UNAM campus Morelia. Dicha formación le ha permitido reflexionar sobre distintos aspectos de la comunicación visual. Ilustra y escribe para anclar vivencias, pensamientos y convicciones a su mente, tenerlas presentes en su propio proceso y guardarlas a través de la forma.
Secretaría de Cultura