Tierra Adentro

Noel René Cisneros y Enrique Servín. 9 de septiembre de 2019, Plaza de Armas de Chihuahua.

I

Alguna vez me contasté que entre los tarahumaras hay algunos que siguen siendo gentiles, que no se han bautizado ni se deben bautizar y que el resto los llama gawí tónara, los pilares del mundo. Creen, me decías, que el mundo sigue existiendo porque los pilares del mundo existen que si ellos se convirtieran y dejarán de existir el mundo dejaría de existir con ellos. Entonces, cuando me contaste esa creencia, faltaban algunos años para que emprendieras la labor de compilación de los mitos tarahumaras —fuiste el Snorri Sturlusson del pueblo de las estrellas—.

Luego, no sé si esa tarde o alguna otra frente a un café o caminando por el campo, hablamos de los tzadikim, los justos por los que según la tradición hebrea se justifica la existencia del mundo. Esos pocos seres por los que Dios no ha acabado con su creación.

Nos admiramos de esa coincidencia, visiones surgidas en lugares tan distantes unas de otras pero que coincidían en que la labor de mantener el mundo, la justificación del mundo mismo era de unos cuantos.

La tradición de los tzadikim señala que ninguno de ellos sabe que lo es.

 

II

Me contaste que una fría mañana, cuando estudiabas derecho, llegaste a tu salón y encontraste en el pizarrón escritas las palabras: No se reunirán; tú y tus compañeros supieron que uno de los Beatles había muerto. Consternados lloraron la muerte de John Lennon, el fin de una época que marcó su primera juventud.

Conociéndote casi podría decir que quien escribió aquellas palabras en el pizarrón el 8 de diciembre de 1980 fuiste tú. Eran el tipo de cosas que hacías: escribir en paredes, dejar versos, mensajes, consignas —y lo podías hacer en tantas lenguas y escrituras como estudiaste, en el centro de Chihuahua, quien esté dispuesto puede encontrar tu escritura en persa, en árabe, en tibetano, en georgiano—, luego las señalabas y, como un niño pequeño que quiere mostrar su obra pero no sabe disimular que fue él quien la hizo, decías: aquí hay alguien más que escribe en georgiano.

La anécdota del salón de jóvenes estudiantes de derecho lamentando la muerte de Lennon me impresionó mucho, me la contaste cuando descubrí a los Beatles. Así te gustaba compartir todos tus intereses, por medio de anécdotas, y vaya que sabías contarlas.

“No se reunirán”, estaba escrito en una pizarra significando el fin de una época, ahora esas palabras vienen a lacerarme y me dejan en el vacío de saber que tú y yo no nos volveremos a reunir, que no te encontraré en Chihuahua cuando vuelva, que no volveré a escucharte recitar ningún poema de la bastedad de poemas que tu memoria resguardaba, en español, en latín, francés, griego, chino, polaco, náhuatl, tarahumara… para a continuación traducirlos al vuelo, para que quienes te escuchaban pudieran captar la belleza que tú veías en esos versos.

 

III

Nunca me cansaré de reconocer lo mucho que te debo, lo mucho que te aprendí. La forma en que amabas la poesía, la literatura, los idiomas. Como a Terencio, nada de lo humano te era ajeno. No había tema que no te llamara la atención y al que dedicarás un momento en tu plática.

Pero escucharte hablar de lo que te apasionaba era escuchar una verdadera conferencia; ahí está la poesía y tu capacidad para enseñar a amarla y a escribirla (“El poeta es como los católicos, peca por palabra, obra y omisión”, decías en tu taller); ahí está la pasión con la que defendías los idiomas indígenas, cómo argumentabas y luchabas porque la educación indígena fuera monolingüe (como una de las poquísimas vías para preservar y mantener las lenguas originarias). No pocas veces, cuando formé parte de tu equipo en el Programa de Atención a las Lenguas y Literaturas Indígenas, te vi argumentar con vehemencia por su dignificación. En ese sentido, nos queda la responsabilidad de continuar tu obra.

Pero de tus enseñanzas, las que más huella me dejaron fueron tu humildad y tu generosidad. En la primera muchos veían falsa modestia, aunque era más producto de tu irremediable síndrome del impostor —siempre sentías inmerecidas las alabanzas que te hacían y que no eras merecedor de la honra que te daban (estarías muy sorprendido de lo mucho que se ha hablado de ti y, probablemente esto sí te hubiese asombrado gratamente, del cariño que dejaste sembrado)—.

De tu generosidad fuimos testigos quienes convivimos contigo. Cuanta moneda que traías en la bolsa desaparecía en manos de la gente que se acercaba a pedirte algo. A los niños tarahumaras que te ofrecían un mazapán les preguntabas su nombre en su idioma y de dónde venían; y ellos, asombrados, te escuchaban y respondían, les dabas el dinero que trajeras y no tomabas ningún dulce. A quien te pidiera ayuda no dudabas en darle la mano, a veces por encima de tus posibilidades. El dolor ajeno inevitablemente te movía y buscabas la manera de aminorarlo.

 

IV

La capacidad del hombre para ejercer y causar el mal te preocupaba sobre manera. Te abrumaba la facilidad con que una persona podía tornarse en un asesino, en la que podemos normalizar el mal y permitir todo tipo de atrocidades.
Te inquietaba cómo los malos sobrepasan a los demás y la forma en que el bien resulta tan invisible.

 

V

Sin saberlo fuiste uno de los justos, uno de los gawí tónara. El mundo era un mejor lugar porque estabas en él y, de alguna modo, aunque ni tú ni yo creamos en divinidad alguna, tu existencia justificaba la existencia del mundo. En un sentido sostenías el mundo, eras uno de sus pilares. Ahora, que ya no estás, que ya no nos volveremos a reunir, el mundo es un lugar más inhóspito, más triste.

Secretaría de Cultura