Portada por Maricarmen Zapatero
Los niños del agua
Me retorcí en agonía,
pateé el suelo, grité con fuerza,
me arrojé a la tierra,
miré al cielo mientras golpeaba mi pecho.
He perdido a mi hijo,
al niño que amaba tanto.
¿De esto se trata la vida?
YAMANOUE NO OKURA
El término “mizuko”
se escribe como “niños del agua”
en “kanji” y se refiere a la muerte de los fetos,
ya sea por causas naturales o por aborto.
MILLA MICKA MOTO-SANCHEZ
EL TELÉFONO DEL VIENTO
(kaze no denwa)
Me pregunto si existe alguna forma de saber que los muertos nos perdonaron. Si en algún punto de la vida —o de la muerte— veremos a quienes hicimos daño y nos dirán que no hay de qué preocuparse, que podemos ir en paz, que cualquier deuda que hubiera entre nosotros se ha saldado. ¿Será este el verdadero descanso? Quizás el juicio que esperamos no tenga que ver con un dios, sino con aquellas sombras que nos llaman desde el invierno de la conciencia para recordarnos que en algún punto abandonamos una herida que sangra más allá del tiempo. Una palabra no dicha. Un abrazo negado. Un amor que se disuelve para siempre en un hospital que no vimos nunca. Cuando esa llaga se cierre, ¿sentiremos de verdad el yugo de la culpa cayendo de nuestras espaldas? ¿Habrá descanso verdadero para quien ya no aborrece su pasado ni todo el dolor que lo habita?
¿Cuántos años tarda el perdón de los muertos? En las olas que revientan en la costa de Ōtsuchi resuena la caducidad de todas las cosas. Desde las colinas contemplo el Océano Pacífico. Es el día más frío de diciembre: el invierno al norte de Honshū muerde con particular violencia la piel de los visitantes. No es un día luminoso. Esa semana la amenaza de un tifón ha dejado que el cielo gris se extienda hasta donde alcanza la vista. Poca gente en las calles: acaso una camioneta de carga elevándose por la colina que sube un par de cuadras para detenerse en los límites del bosque. Los barcos pesqueros se mecen como pequeñas cunas y el aroma de la sal se pega en la piel. El paisaje me recibe con una armonía sobrecogedora. Solo veo belleza. Desconfío. Tomo un par de fotografías del mar y asciendo por la colina hasta la casa de Sasaki san, al jardín que resguarda el teléfono del viento.
No sé por qué he llegado hasta ahí. He ido, sí, porque papá Rokuro me sugirió que hiciera el viaje. Fuera de las visitas obligadas a Hanamaki y To¯no —que resguardan el pasado y la obra de Miyazawa Kenji y Kunio Yanagita— la provincia de Iwate no me ofrecía otro atractivo turístico o literario. No obstante, papá Rokuro me aseguró que la visita era indispensable. Cuando le hablé de Tristán y de mi largo peregrinar en Japón para darle sentido a su brevísimo paso por el mundo y a su larguísima ausencia, me miró lleno de compasión y dijo una sola palabra, “ Ōtsuchi”. En la costa de Iwate un hombre ha creado una máquina para hablar con los muertos.
—Es una cabina de teléfono. Entra. Cierra la puerta. Platica con tu bebé —. Papá Rokuro no habla inglés ni español, ha tenido que usar gestos para explicarme, a pesar de mis ruegos por pedirle que me hable en japonés. Meció sus brazos y habló con sus manos grandes, de padre, mientras repetía: “aka chan, aka chan”. Desde mi llegada a Japón, el recuerdo de Tristán ha arrancado pedazos de mí. Me pregunto si la casa de Sasaki san, si aquel teléfono negro esconde en verdad cualquier cura o cualquier perdón o cualquier clase de olvido. Una cura. Esa es la palabra que papá Rokuro ha usado para pedirme que vaya. Tristán murió en el mes abril hace casi una década.
En el momento de su muerte yo tenía poco más de veinte años y todos los sueños del mundo. Trabajaba en un periódico local cubriendo las notas de cultura, los deportes y los eventos sociales. Era estudiante de letras, estaba preparando mi primer libro de cuentos y, a veces, cabe decirlo, hasta me permitía ser feliz. E., mi novia de aquel entonces, estaba en las últimas semanas de un embarazo no deseado y parecía contenta —quizás resignada, ahora no lo sé de cierto— por una maternidad que llegaba como una bomba de tiempo. Decidimos llamarlo Tristán en honor al caballero adúltero de la leyenda occitana; por desgracia, un par de semanas antes del día programado para el parto una complicación inesperada cambió el curso de nuestras vidas y me enseñaría, años después, que la muerte de un bebé deseado diluye cualquier sueño posible. A veces, también, los imposibles.
Desde el pueblo de Chino, donde me hospedaba, el viaje hasta Ōtsuchi toma poco más de ocho horas. No es una parada obligatoria, ni siquiera planeada, en mi itinerario. Me queda poco dinero, y tengo planes de tomar un shinkansen hacia Hiroshima, para visitar el memorial de las víctimas de agosto. Papá Rokuro me insiste; él, que perdió a la pequeña Aiko hace casi medio siglo, me dice que uno debe hacer cualquier cosa para curar el dolor. “Dolor”, ha dicho: hiai y no la palabra habitual, kanashimi , quizás para dejarme claro que lo que me aqueja no es cualquier clase de dolencia. Que él me entiende. Ha palmeado mi espalda y me ha dejado solo en la terminal de trenes; todavía mientras el tren se aleja levanta su mano como si tratara de atrapar el aire entre nosotros. A un costado de la casa de Sasaki san un camino de tierra ostenta un pequeño letrero:
UMI WO NOZOMU GADEN
“Jardín con vista al mar”