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Mater Tenebrarum: Voces femeninas en el terror contemporáneo
De las aguas emerge una probóscide desconocida, de aspecto pútrido. El río está lejos de estar limpio. El detritus avanza junto con bolsas de basura, pañales, deshechos humanos. ¿Qué es lo que vemos? ¿Un tentáculo, el brazo de un ser de las profundidades, un hijo de Dagón? Lo que surge es algo parecido, pero es el cuerpo de un joven lanzado a las aguas por un par de policías. Nosotros lo sabemos muy bien, en este Otro Occidente, en este Sur sempiterno, por más que en algunos libros de geografía le llamen a México “un país de América del Norte.” Ese ansiado dream nórdico que nunca llega a concretarse se pierde ante el puñetazo nuestra realidad violenta, bizarra y llena de pobreza.
Nosotros ya nos enteramos de que la policía no siempre cuida a las personas ni actúa de la mejor manera. Hay ciertos lazos que pudieran unir el actuar de un agente de la ley mexicano con uno de Estados Unidos, cuando aparece el racismo desde su lado, y el ejercicio desmedido de la fuerza y el poder, desde el nuestro. Entonces, ¿no es Lovecraft (alguna de sus criaturas) emergiendo de algún río sureño? La respuesta es negativa, es aún peor: lo que flota es un cuerpo, una realidad transmutada, un joven orillado a delinquir, un don nadie, un chico roto por la policía, y también un hijo de los profundos.
La escena pertenece a un cuento particular de la narradora argentina Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973). “Bajo el agua negra” fue el culpable de que quedara prendado de su obra, aunque ya había disfrutado (y también sufrido) de algunos de sus relatos. Su lenguaje me alejaba un poco, lo mismo las situaciones de ellos, de una chica que recoge a un niño que pronto es asesinado, de unos pequeños que entran a una casa encantada, o sobre la sórdida historia de un asesino que podríamos llamar “serial”. El libro, Las cosas que perdimos en el fuego (2016), fue un acontecimiento que se extendió por doquier, como si de un incendio se tratara.
Lo que Mariana Enríquez hacía era violento y fantástico. Horror sobrenatural, situaciones terribles, crítica social. La emoción pudo más, y me volví a leer el libro completo. Cuando lo hice, descubrí que no era un accidente. 2016 marcaba el inicio de una explosión (odio llamarlo boom) de literatura macabra escrita tanto por mujeres como por hombres. Sin embargo, y esto llamó la atención de todo el mundo, la mayoría de las obras interesantes que surgían de aquí provenían de la pluma de escritoras.
¿Vamos a hablar de Mariana Enríquez? Sí, por supuesto. Pero no solo de ella, también de las inspiraciones góticas en Norma Lazo o en Adriana Díaz Enciso; de la carne y la madre como monstruo en Mónica Ojeda; de la piel y la ciencia ficción presente en Agustina Bazterrica; de la poesía en Denise Phé-Funchal, o el cine en la novela de Mónica Bustos, Novela B (2013). Caben aclarar aquí dos cosas: primera, la literatura de terror o literatura macabra en Latinoamérica, escrita por mujeres, es bastante amplia, más de lo que imaginamos; segunda: lo que abordaremos aquí será la literatura oscura escrita por mujeres de Latinoamérica en estas últimas dos décadas.
El Terror
¿Qué es y qué no es? Antes de cualquier cosa, tendríamos que preguntarnos de manera somera, sin tantos academicismos, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de terror?
El género de terror/horror suele entenderse como algo propio de una situación pragmática: lo que asusta en una manifestación artística, lo que provoca incomodidad, principalmente en el cine o en la literatura, todo ello pertenece al género del terror/horror. Hay quien incluso se pregunta si no es un género sino una estética. A esta visión no le faltan tablas para instaurarse como un método de estudio-comprensión-apreciación de las obras narrativas (incluso líricas, musicales o pictóricas). Desde Sigmund Freud, quien estudia en Lo Siniestro (1919) el término del “Unheimlich”, que significa “lo extraño-inquietante”, aquello que “debiendo ser familiar, termina por causar el efecto contrario”1.
Los pensadores que han estudiado la estética surgen desde el mismo principio del pensamiento occidental. Tanto desde Platón como de Aristóteles, se han comprendido las reglas de la métrica o de la forma de lo que debe ser el arte. El arte y los artistas, por otro lado, parecieran rebelarse siempre a este deber ser, y exploran lo que ellos han considerado pertinente, importante, y demás. Antes, lo bello se entendía como propio de lo bueno, sin embargo, como resalta Umberto Eco en Historia de la Fealdad (2007), la estética no solo encumbró lo que caracterizamos como bello.
Pinturas como El nacimiento de Venus nos pueden parecer bellas, y otras como El vampiro, de Edvard Munch, nos resulta más incómoda, ¿será igualmente bella? La estética se convirtió, pues, en una rama de la filosofía que estudia las manifestaciones de distintas expresiones artísticas, desde lo bello hasta lo grotesco. La estética de lo siniestro, tan cercana a lo feo y a lo grotesco, como dice Schelling, es “aquello que, debiendo permanecer oculto, se ha revelado”. Misterio Tremendo y Fascinante, nos anuncia Rudolf Otto en su estudio sobre Lo Santo: lo racional y lo irracional en la idea de Dios (1917), la cercanía extática (y también hermética) con la divinidad, y recordemos que en el ámbito divino también cabe lo demoníaco.
Es el miedo lo que comúnmente se asocia al género de terror. H.P. Lovecraft, el famoso escritor de Providence que acuñó el término de “Weird Literature”, padre del llamado “Horror Cósmico”, entiende que el miedo es esencial en la fisiología humana, también en el pensamiento. El mayor temor es a lo desconocido. Cabe llamar la atención a este concepto, porque uno se pregunta, ¿no es todo el miedo un temor hacia lo desconocido? Puede existir un objeto en sí que provoque revulsión, rechazo, miedo o pánico en cualquier sujeto o lector (cada uno de estos términos puede ser estudiado de manera independiente; es el caso de lo grotesco, que incluso es una estética distinta a la de lo siniestro, en el libro de Stephen King, Danza macabra (1981), se hace una escala donde lo grotesco toma el último lugar en la escala de “lo horrible”).
Ahora bien, sin pretender que aquí expongo mi aporte teórico, creo que es importante aclarar que yo utilizo los términos de horror y terror como sinónimos. Tradicionalmente (pienso que esto se debe al estudio etimológico de la palabra) se entiende que terror (de ahí viene terrorismo, la era del terror, etc.) es una manifestación en el arte donde se muestra el miedo hacia algo físico, por ejemplo, un asesino, algo que puede ser tocado. Por otra parte, el horror abarcaría lo sobrenatural, la aparición de fantasmas, seres imposibles, manifestaciones propias de la literatura fantástica.
Debido a la cercanía de ambos términos, he decidido que, para facilitar la lectura, simplemente tomo a ambos términos como sinónimos, adjetivizando el término cuando es necesario. Tal es el caso del “terror natural” de la novela Mandíbula (2018), de Mónica Ojeda, manifiesto en el miedo hacia el cuerpo, la sociedad y la amenaza que significa y siente una adolescente inestable por su maestra. Por otra parte, el “terror sobrenatural” aparece en Nuestra parte de noche (2019), de Mariana Enríquez, cuando en la novela se realiza un ritual para invocar al Dios de la Oscuridad y este se presenta como una luz mística, muy a la manera del Pseudo Dionisio Areopagita, y provoca ciertas transformaciones físicas en los personajes (el caso de las garras doradas en Juan, el papá de Gaspar).
Esta aproximación va en contra de lo que muchos autores han entendido como terror. La decisión no está en mí, sino en el lector. Yo apelo a la confianza para mostrar aquí a una plétora de autoras que, si bien no se les llamaría a todas “de terror”, han escrito, en algún punto de sus carreras, obras macabras que me parecen notables.
Lovecraft pensaba que el verdadero Weird era la manifestación de lo sobrenatural en la literatura. Esta idea, expuesta en su libro seminal sobre el tema, El horror sobrenatural en la literatura (1927)2, permitió que en teoría literaria, lo llamado “fantástico”, tuviera una cercanía casi preternatural con el horror. Hay un problema al hablar de ambos términos, ya que muchas veces se confunden.
David Roas, en Tras los límites de lo real (2011), explica que la literatura fantástica explora una experiencia o situación que irrumpe en la realidad, con un elemento que no debería estar o ser (nótese la cercanía con la definición de lo siniestro o “unheimlich”). Ahora bien, la literatura fantástica a la que estamos acostumbrados los lectores aficionados a la literatura hispanoamericana establece elementos que no se acercan a lo terrorífico, a pesar de la extrañeza de ciertas situaciones. Roas habla del cuento “Carta a una señorita en París”, relato célebre de Julio Cortázar, donde un hombre empieza a vomitar conejitos. Lo que lo asusta, nos explica Roas, no es el acto en sí de vomitarlos, sino de cómo acomodarlos en su departamento.
Esta situación tan chocante es propia de lo fantástico en la literatura del continente y la podemos observar en bastantes cuentos de Jorge Luis Borges. El caso de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” es paradigmático. Se nos habla, con referentes reales, pues los personajes son el mismo Borges y su amigo Bioy Casares, de un artículo incluido en un extraño tomo de la Enciclopedia Británica, que habla sobre Uqbar. Este tomo es único, pues las pesquisas que comienzan no dan con otra repetición. Uqbar es una fantasía literaria, una broma en la enciclopedia, hasta que hace su irrupción en la realidad. Esto provoca sorpresa, maravilla, incluso la sensación de estar ante lo sublime, en dado caso, pero no se atisba lo siniestro, por más macabro que nos pueda parecer que al buscar una entrada en Wikipedia sobre un lugar fantástico, esta termine por hacer llegar esa fantasía a nuestro plano de realidad.
Rafael Llopis sigue con el término de Walter Scott, que escribió varias novelas góticas, para su libro Historia natural de los cuentos de miedo. Lo que busca Scott, y también Llopis, es “un agradable estremecimiento de terror sobrenatural”. Lo que debe causar un cuento de terror es, al menos, un estremecimiento, la inquietud (que en inglés funciona tan bien bajo el término “uncanny”). Otra vez, lo “unheimlich” hace su aparición. Aquello que es familiar, pero se comporta de manera distinta. Esto provoca en los personajes y en el lector un estremecimiento, miedo.
Para ello, Thomas Ligotti me parece útil, pues hace una división muy somera que pareciera ser sacada de La carne, la muerte y el diablo (1930), de Mario Praz, donde explica la existencia de dos tipos de autores: los luminosos y los oscuros. Qué duda cabe, tanto Julio Cortázar como Borges, Buzzatti o Calvino, pertenecen a la primera clasificación. Tenemos que recordar que este ensayo no busca el rigor académico, por lo que uso esta sencilla distinción al momento de entender, pragmáticamente, a los narradores de terror, los oscuros, de los fantásticos (de fantasy y demás), que serían luminosos. Estos elementos, por supuesto, también son propensos a mezclarse.
Por último, me parece que el terror, junto con lo que entiendo por terror latinoamericano, debe tener ciertos elementos que lo llevan, por lo menos, a una estética macabra: la sensación de una amenaza (ya sea social, como en el caso de Cadáver Exquisito (2017), de Agustina Bazterrica; sobrenatural, como en el cuento “El atanudos”, de Solange Rodríguez Pappe, o personificada, como en los personajes de la maestra y alumna, y viceversa, de la novela Mandíbula (2018), de Mónica Ojeda. Además de la amenaza, se debe sentir cierto malestar, ya sea debido a una situación ominosa o tétrica, derivada del lugar, o también de la situación social, como es el caso de la violencia. Esta molestia, que comparte elementos con la narrativa Noir, no busca resolverse, o desarrollarse a la manera de la búsqueda de un crimen, y sus causas. Esto es discutible, pues obras como las de Sandra Becerril tocan ambas narrativas sin problemas3.
Por último, haré énfasis en que lo explicado aquí pertenece a una categoría más abarcadora, que incluye tanto lo sobrenatural (el cuento de horror cósmico, el de fantasmas, los monstruos imposibles), como lo natural (asesinos, situaciones sociales sórdidas, monstruos políticos). Esto será clarificado en los siguientes párrafos.
El Terror, hacia Latinoamérica
El género de terror nace con la literatura llamada “gótica”. Lo gótico, coinciden los teóricos e historiadores más restrictivos, empieza con la publicación de El castillo de Otranto en 1765, y termina en 1820, con la publicación de Melmoth el errabundo, de Charles Robert Maturin, justo antes de la irrupción de Edgar Allan Poe y de la ghost story, y poco después de la magna obra de Mary Wollstonecraft Shelley, Frankenstein (1818).
En Estados Unidos surgieron autores que bebían del romanticismo alemán para exponer sus propios miedos a través de sus esferas de significado, su folklore y símbolos. El caso paradigmático es el de Poe, pues él centró la amenaza en el mismo corazón y la psique de sus personajes. Mediante elementos propios del género como los fantasmas o los monstruos, continuó la visión que Shelley había marcado, atormentando la mente de cada criatura para hacernos titubear al decidir si lo que ocurría pertenecía a una deformación de la realidad o a la mente enferma de algún aquejado.
Es bien sabido que, en 1816, en Villa Diodati, además de la creación de Frankenstein, también surgieron obras que retomaron a monstruos íconos del género, tal es el caso de los vampiros, con el relato del doctor Polidori, entonces secretario del infame Lord Byron. El vampiro (1819) tomó como modelo al enorme poeta inglés para retratar a la figura que todos conocemos: el aristocrático chupasangre.
La ghost story de la época victoriana permitió la aparición de autores como Joseph Sheridan Le Fanu, con sus historias de anticuario, además de la tremenda nouvelle, Carmilla (1872), que jugó ya con elementos de erotismo lésbico, tan poco frecuentes en la época. Lo mismo sucedió con la obra de Henry James, Otra vuelta de tuerca (1898), que aprovecha la ambigüedad de la psicología profunda de una institutriz y un par de niños casi abandonados.
El paso hacia Drácula (1897), de Bram Stoker, fue acompañado por autores cuyos intereses estaban ya cercanos a otros elementos que no pertenecían a los monstruos ni quimeras fantasmales. Aunque el mismo Stoker siguió publicando hasta las primeras décadas del XX, otros autores, que serían influencia directa de Lovecraft, ya pergeñaban sus contribuciones al género.
La viveza del terror es palpable a principios del siglo XX, con la aparición de las obras de M.P. Shiel, quien plantea en La nube púrpura (1901) un mundo donde la humanidad termina casi por extinguirse debido a un fenómeno extraño que es provocado por una expedición al Polo Norte. La influencia de obras como Las aventuras de Arthur Gordon Pym (1938), de Edgar Allan Poe, o La esfinge de las nieves (1897), de Julio Verne, es palpable, lo que llevará a Lovecraft a escribir su famosa novela En las Montañas de la Locura (1936).
Las influencias de Lovecraft permiten entender cómo se gestó el siguiente paso en el horror, que fue el horror cósmico, como terminó llamándose su estilo, derivado desde el pesimismo decadentista de Robert W. Chambers, en obras como El rey de amarillo (1895) o las novelas de William Hope Hodgson, quien no solo exploró los horrores tentaculares del mar.
La obra de Lovecraft aún es palpable en la literatura de terror, que no terminó en la obra de Stephen King, sino que recorrió un amplio camino a través de él, plasmando el conocido horror cósmico, donde el humano es apenas un grano en la playa galáctica, acosado por entidades que no parecen tener consciencia de la humanidad.
Antes del arribo de Stephen King con su novela Carrie (1974), una multitud de autores revirtieron lo hecho por Lovecraft para acercar el terror a un nivel más cercano, como es el caso de Richard Matheson o Shirley Jackson, hasta la construcción de atmósferas poéticas, como el caso de Ray Bradbury. La estela permitió la entrada a un mundo donde la paranoia de la Guerra Fría seguía en su apogeo, plasmada tanto en las obras de Frank de Felitta como en las de Ira Levin o el mismo William Peter Blatty.
Stephen King fue entonces reconocido como un maestro del género por su interés en el acercamiento del horror a la vida común, a los estratos de la clase media y baja americana; Carrie, la protagonista de su primera novela, es ya una adolescente preocupada por su propio cuerpo y sus cambios, también por sus relaciones personales. No a la manera de Jackson, cuya intimidad hogareña se puede palpar tanto en su obra como en la de El bebé de Rosemary (1967). La adolescencia, lo popular, el rock and roll, los bolos, las estaciones de radio, igual que los personajes infantiles y juveniles aparecieron como punto medular en la obra de King.
¿Y después? El horror de los 80 y 90, particularmente interesado en los slasher, en la vida de jovencitas virginales masacradas por asesinos, encontró cabida en el cine, hasta el arribo de voces tan divergentes como la de Clive Barker, o Poppy Z. Brite.
La literatura del género pareció, por momentos, estar encapsulada en elementos repetitivos. Novelas de Dean Koontz o de Peter Straub que parecían entablar lazos como la obra de King, sin alejarse demasiado de los mismos tópicos. Por supuesto, esto no podía quedarse así, a pesar de las voces que anunciaban la extinción de la literatura de terror. Tendrían que llegar los autores contemporáneos que ahora descubren el velo del horror de maneras tan divergentes como aparentemente similares a las de otras épocas, como el caso de los autores Laird Barron, Caitlín R. Kiernan, Gemma Files, John Langan, y demás. Y, por otro lado, la estela nihilista y filosófica creada por Thomas Ligotti, quien retomó lo lovecraftiano para volver a asentar las bases de un horror impersonal, centrado en el capitalismo, pero también en el horror de la existencia.
El Terror en Latinoamérica
Debido a la naturaleza de este ensayo, he decidido no exponer los antecedentes que, como puntales de un enorme edificio que recién parece sobresalir de la Ciudad Literaria, son revisitados, y a veces olvidados injustamente.
En Latinoamérica hay una cantidad de autoras que han sido desdeñadas, o no han sido tomadas en cuenta, a pesar de su interés por lo sobrenatural, por la amenaza o lo macabro, tal es el caso de Juana Manuela Gorriti (1818-1892), quien recientemente ha sido rescatada por la editorial Penguin. La literatura macabra de Gorriti conlleva una señal del interés de autoras que, si bien están ahí, no son tomadas como principales en la historia de la literatura extraña o macabra. Alejandra Pizarnik, María Luis Bombal o Silvina Ocampo, por nombrar tan solo a tres.
El horror contemporáneo
Hablar de terror en América Latina es explorar agujas muy brillantes perdidas en un pajar. La literatura de este género, se ha dicho ya, es una expresión de la literatura occidental. No podía existir un elemento terrorífico en ella hasta la llegada del Iluminismo y el Siglo de las Luces. La rebeldía, los sentimientos como fuerza motora de la expresión escrita, el interés por las historias que habían sido relegadas como meros cuentos infantiles, volvió a golpear en las mentes de escritores que atravesaron la noche de la psique, y encontraron ahí una forma de hablar de lo humano: a través de la sombra y la oscuridad.
Argentina, la nación de la dictadura (como bien lo podría ser México), además de su folklore, de su gastronomía y cultura, ha dado a tantos autores tanto de literatura mimética como de exploraciones imaginativas diversas. Si bien es cierto que mucho del terror se ha visto como una forma de entender lo sobrenatural, en Latinoamérica la situación tenía que ser distinta, debido a las situaciones sociales que la gente han vivido desde la creación misma de sus naciones.
Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) apuntaló la extrañeza por medio de narraciones que no habían sido leídas en la región durante varias décadas. El interés de la escritora, permitió jugar con elementos tan diversos como el de la maternidad negada, la asimilación grotesca del cuerpo y de sus necesidades, el miedo a la desaparición forzada, así como la irrupción de lo fantástico en un tono que divergía por completo de la luminosidad de un Cortázar o un Borges.
¿Dónde se encuentra el horror en una obra como la de Schweblin? Ciertamente no en monstruos típicos como los hombres lobo o los vampiros, sino en la consciencia de la desaparición posible, plausible, en medio de la nada, de una realidad tergiversada por la extrañeza. En Pájaros en la boca (2009), los relatos van explorando la violencia velada, también la manifestación de la sed por elementos extraños, que bien podrían significar muchas cosas o nada, tal es el caso del cuento que da título al libro, donde un hombre divorciado tiene que enfrentarse a la extraña conducta de su hija, quien se alimenta de pájaros vivos. El horror que al principio le provoca podría transformarse, después de todo, en aceptación.
En el cuento “Cabezas contra el asfalto”, Schweblin plantea la historia de un pintor que realiza obras con, como dice el título, cabezas estrelladas, con su consecuente explosión sanguínea. El interés de la obra se descubre en la extrañeza de la psicología de los personajes, quienes no parecen actuar de manera normal, como la chica del cuento “Pájaros en la boca”, o los hombres de “Irman”, que no establecen relaciones sino por medio de la violencia.
Si bien es cierto que la literatura de Schweblin no es cercana a los elementos tradicionales del terror, la psicología extraña, así como las situaciones, conllevan una psicología perversa y un extrañamiento kafkiano que hace de sus relatos algo desconcertantes.
Muchas de las historias de Schweblin entroncan con una tradición narrativa que poco a poco va consolidándose en Latinoamérica, en novelas como las de Diego Zúñiga, o en las de Selva Almada, quien escribe una novela a partir de elementos de no ficción, Chicas muertas (2014), una obra que abunda sobre varios feminicidios ocurridos en las tierras olvidadas de Argentina. El horror más tremebundo no es el de un pueblo que ha mutado a través de relaciones sexuales “infernales” con otras especies, sino la desaparición de niños, de chicas, de gente que sencillamente parece haber sido tragada por un pozo.
Este mismo elemento parece quedarse en la primera novela de Schweblin, Distancia de rescate (2014). En ella, la relación entre una madre y su hijo se torna siniestra, en medio de un páramo donde abundan los caballos, pero también los silencios, las estepas donde lo hay todo y nada a la vez. La extrañeza de esta novela se lleva a cabo a través del diálogo, así como de un narrador en tercera persona que expone lo que uno de los personajes hace en el mismo instante en que lo relata. En cierto momento de la novela se nos revela lo que significa esa “distancia de rescate”, provocando una incomodidad y una tristeza, cuyos significados hondos permean en el lector hasta hacerle entender que la intimidad se ha trastocado.
Schweblin parte desde la extrañeza para nombrar al mundo. Lo suyo no puede ser catalogado como literatura fantástica ni tampoco como terror a secas. Su obra da paso a una realidad mucho más profunda, donde existe un misterio que yace en un pozo profundo, donde la tristeza y la humanidad se pierden, donde lo normal termina por ser destrozado.
Agustina Bazterrica (Buenos Aires, 1974) es una escritora potente, tanto en sus cuentos como en sus novelas, incluyendo Matar a la niña (2014) y Cadáver exquisito (2017). La bonaerense debutó con una historia que bebe de la ironía y del sacrilegio, pues Matar a la niña es una historia irónica y alegórica, donde plantea dudas sobre la deidad, así como de las decisiones que conllevan actos de dudosa moral. La prosa de Bazterrica, sutil y por momentos descarnada, expresa una historia que recuerda a la novela inédita de Guadalupe Dueñas, Memorias de una espera, donde esa “espera” es la antesala a la otra vida.
En Cadáver exquisito asistimos a un mundo donde el dueño de una empresa de carnes trata de lidiar con sus responsabilidades al mismo tiempo que recibe un regalo exclusivo, una pieza de “carne viva”, una hembra de calidad Premium lista para ser devorada, vendida, consumida. El problema radica en que, en el mundo de Cadáver exquisito, los animales se han extinguido debido a un virus (y los que quedan son masacrados, por temor al contagio), y la única carne disponible es la de humano.
El horror, en apariencia, no es palpable en primer lugar, ya que la narración deriva en una situación propia de la ciencia ficción, donde el personaje principal comienza a dudar sobre la naturaleza de su mundo. ¿Qué clase de sociedad es aquella donde el gusto por la carne puede más que la empatía hacia otros seres humanos? Las piezas, el ganado, son convertidas en un género distinto, en una subespecie dedicada únicamente al consumo humano. Incluso, algunos de ellos han sido modificados genéticamente. Lo importante en el mundo de Cadáver exquisito es seguir manteniendo el statu-quo, la normalidad que no debe desaparecer, aunque se sacrifiquen otros valores, subvirtiendo la sociedad y sus guías.
Las metáforas de este tipo son explotadas no solo por Schweblin o Bazterrica, sino también por autoras como Fernanda García Lao (Mendoza, 1966), quien desde hace algún tiempo ha estado escribiendo obras donde la extrañeza y lo disparatado se unen junto al morbo, a esa alegoría perversa, como en el mundo del teatro y el cuerpo de la mujer, en La piel dura (2011) y particularmente en Nación vacuna (2017), que funciona como una compañera macabra de Cadáver exquisito, pues en el mundo planteado por García Lao, las mujeres parecen haber desaparecido en ciertos puntos de la geografía argentina, como la región de M. Por un momento, el lector incluso entiende que las mujeres tienen ciertas categorías, como en las “piezas cárnicas” de la novela de Bazterrica. Además, el juego de la reproducción, la sexualidad y la sensualidad morbosa, juegan un aspecto terrorífico en una distopía que recuerda a la guerra de las Malvinas. García Lao escribe piezas particulares donde los géneros se conjuntan en medio de la crítica social, para entablar discusiones sobre los roles de género (la maternidad, por ejemplo), la estructura social per se, además de manifestar los problemas alcanzados por el capitalismo y las formas políticas que lo contienen, que también sirven de espejo para retratar la realidad en toda su horrible extensión.
En la narrativa de Mariana Enríquez (nacida en 1973), la utilización de los elementos sobrenaturales es de suma importancia, aunque tampoco hace de lado la utilización de la alegoría y de la creación de situaciones más propias de las distopías.
El primer libro que llegó a los lectores latinoamericanos fue Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama, 2016) que desde la portada expresa un gusto por los tópicos de la literatura de terror, con una pintura de Aleksandra Waliszewska que muestra a una mujer loba. Los cuentos de este libro poseen características más cercanas a la larga tradición de la literatura macabra, desde la ghost story de un M. R. James, hasta el gótico de Shirley Jackson, quien parece ser una de las mayores influencias de la autora. “La casa de Adela”, por ejemplo, hunde sus raíces en Reloj de sol (1958), La maldición de Hill House (1959) o Siempre hemos vivido en el castillo (1962), todas novelas de la autora californiana. Sin embargo, las historias de Enríquez tienen un manifiesto interés por honrar a autores tan disímiles como Lovecraft o el mismo Stephen King, asimilando el terror en medio de una situación social particular, de carácter casi costumbrista.
Este libro no es el primero de la autora, pues Mariana Enríquez ya poseía varias novelas en su haber y otro libro de cuentos, además de una deliciosa crónica de sus paseos por cementerios famosos de diversos países, Alguien camina sobre tu tumba (2014)4. La solidez de su narrativa es palpable, lo mismo que su interés por temáticas sórdidas y por elementos propios del folklore reciente de la Argentina.
El cuento con el que abre Las cosas que perdimos en el fuego, “El chico sucio”, funciona como una declaración de intenciones, pues muestra a un personaje femenino que vive en una vieja casona en medio de un barrio de mala fama, peligroso y sucio, plagado de prostitutas, drogadictos y sin techo. Llama la atención que la narradora-personaje no exprese su disgusto por vivir en una zona “caliente”, a pesar de que todos a su alrededor se quejan de lo mismo, “que cada vez está peor”, que “no se puede caminar sin que lo asalten a uno.”
La casa, situada en Avenida Constitución, en las profundidades de Buenos Aires, sirve como base para las idas y venidas de la narradora, quien encuentra a un chico, el hijo de una drogadicta que no posee nada más que una bolsa y drogas para su subsistencia. La chica se decide a cuidarlo por una noche, hasta que la realidad violenta de la ciudad hace su aparición.
Mariana Enríquez ha mencionado en diversas entrevistas su interés por los santos populares, por San La Muerte, el Gauchito Gil, La Telesita o el Quemadito. El Gauchito Gil es el santo privilegiado de “El chico sucio”; en el relato la narradora se lleva al niño, lo baña y le compra un helado, tan solo para encontrarse con la madre, quien la acusa de secuestradora y pervertida. El destino funesto del niño aparece poco después, en medio de los cultos que florecen en los rincones de Buenos Aires.
La utilización de santos, loas y otros espíritus nacionales, permite a Mariana Enríquez tejer una narrativa acusada de una prosa cuidada y certera al lado del habla de barrio en varios de sus personajes. La situación de pobreza golpea en cada momento a la sociedad argentina, ya sea mediante una calle que se va quedando sin sus habitantes originales, o mediante cultos que florecen en medio de la criminalidad.
En Las cosas que perdimos en el fuego aparecen fantasmas, como en “La casa de Adela” y en “Tela de araña”, junto con elementos que podrían encontrarse en el horror cósmico. Sin embargo, el cuentario posee un aura propia, señas de identidad que convierten a estos tópicos no en elementos tropicalizados, sino en herramientas que sirven para entretejer historias refrescantes, originales.
Nuestra parte de noche (2019), novela ganadora del prestigioso Premio Herralde de Novela, parece conjuntar todas las temáticas macabras y de crítica social que interesan a la bonaerense, desde los santos populares hasta la vida en medio de la dictadura, las desapariciones, las manifestaciones en apariencia anodinas, hasta la presencia de un mal casi encarnado. Nuestra parte de noche es una novela sobre la paternidad y la difícil vida de un niño solitario en medio de la Argentina de los 80 y 90, pero también es una construcción que explora la oscuridad, la luz negra de Dios, como un manifiesto místico sobre la misma noche.
Dolores Reyes, nacida también en Buenos Aires, en 1978, sigue una estela de denuncia similar. Y, como muchas de las narradoras aquí expuestas, es una feminista recalcitrante, cuya terquedad es notoria (y se agradece) en la prosa potente de su primera novela, Cometierra (Sigilo, 2019), donde se conjunta la habilidad de una chiquilla para atisbar dónde se encuentra alguien desaparecido (especialmente mujeres) por medio de la ingesta de tierra. La novela, a mitad mágica, a mitad Noir, expresa esta atmósfera melancólica que le permite hablar de las desapariciones forzadas, de los feminicidios.
Esta prosa dura y violenta, presente tanto en María Fernanda Ampuero, en Fernanda Melchor o Selva Almada, nos muestran una realidad cruda donde el machismo de algunos personajes hombres termina por acabar, casi siempre de manera ultraviolenta. Esto es así para mostrar una realidad mucho más terrible, donde esto no es un símbolo, sino apenas un atisbo de la tremenda verdad: el horror es lo que está allá afuera en la calle, y aquí adentro, en el corazón. Tan solo basta leer el cuento con el que arranca el libro de Ampuero, o el relato “Monstruos”, donde las niñas, aficionadas al cine de terror, se enfrentan a la monstruosidad más terrible. Ni qué decir de la tremenda y dolorosa Chicas muertas.
Uno de los casos que se unen a obras como Temporada de huracanes (2016) o Pelea de gallos (2018), es el de Ariana Harwicz, narradora Bonoarense, nacida en 1977, quien ya había cobrado fama por su novela Matate, amor (2012), que explorará la maternidad y la violencia. Sin embargo, ese camino parece desembocar en la muy oscura Degenerado (2019), donde aparece la voz a un pedófilo. El estilo de Harwicz permite que una personalidad de este tipo sea encausada con fines literarios. Harwicz consigue mostrar al lector un vistazo al interior del monstruo, en un ejercicio inimaginable, doloroso y cautivante a partes iguales.
La pregunta que surge es si esta literatura todavía es terror, horror de algún tipo. Es claro que la categoría calza muy bien con Mariana Enríquez, a pesar de que en ocasiones pareciera que estos elementos son más bien una herramienta para contar algo más cercano a la realidad justa, en una especie de naturalismo trastocado. ¿Es esto Noir, narraciones sin ficción, narrativa de la violencia? Al menos, podemos afirmar que la atmósfera oscura y el atisbo de lo terrible, permanece.
Cosa que va atemperándose en la obra de una narradora y poeta como la ecuatoriana Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988), quien ha arribado a la República de las Letras Oscuras con un par de novelas que exploran la oscuridad de nuestras aficiones y terrores; tales son los casos de Nefando (2016) y Mandíbula (2018). La primera es, en lenguaje corriente, una idea de olla, y lo afirmo porque se presenta como un artefacto literario contado desde distintas voces, expresiones que ofrecen ámbitos distintos de personajes que se entretejen para relatar la existencia de un videojuego erigido en la Deep web, cuyo tema expone la experiencia espantosa de unos hermanos. La sencillez de la prosa, que contrasta con Mandíbula, y funciona para exacerbar la violencia presente de las relaciones humanas, del deseo y de la confesión como forma de éxtasis y autoreconocimiento.
Por otra parte, Mandíbula presenta una cercanía mayor con el terror más natural, pues desde el principio el lector se enfrenta a una adolescente que ha sido secuestrada por su maestra. Las razones de Miss Clara construirán una trama donde la perversidad parece hundirse en la psicología de sus personajes principales. Como extra, dentro de la novela se encuentra un ensayo sobre el “horror blanco”, que se desarrolla en la raíz blanquecina de lo que ella considera terrorífico: desde la ballena blanca de Melville hasta las tierras boreales de Poe en su novela de Gordon Pym.
Por otra parte, lo que ocurre con Las voladoras (Páginas de Espuma, 2020) me parece que exhibe un interés no solo del género de terror, o de lo fantástico (presente en los cuentos “Las voladoras”, “Caninos”, “Slasher” o “El mundo de arriba y el mundo de abajo”), sino por la construcción de los cuentos en sí, tratando de converger en algo que bien podría llamarse “Poento”.
Ahora bien, aquí tal vez deba estar en contra de la autora, pues no encuentro lo que ella ha llamado Gótico Andino, en pos de un encuentro con la geografía accidentada de los Andes y la oscuridad de los lugares y personajes del gótico. El gótico tropical5 es capaz de existir, como bien puede encontrarse en novelas como María (1867), de Jorge Isaacs, o en la fabulosa lucha de la naturaleza en La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera6. Sin embargo, la prosa lírica de Ojeda, más la creación de cuentos donde la trama no es tan importante como la estructura y la posición de ciertas frases en ella, buscan con mayor fuerza la experimentación de sensaciones, de lo que se manifiesta en el yo lírico, tan propio de la poesía. Por supuesto, esto no demerita ni los logros formales de Ojeda ni el interés que puede encontrar el lector en narraciones macabras y violentas como “Slasher”, o en los elementos sincréticos y folklóricos del último relato, “El mundo de arriba y el mundo de abajo”, que emparenta con la visión mágica y ocultista, vista también en Mariana Enríquez, junto con una cosmovisión propia de su semiósfera.
Por otra parte, la narrativa de Solange Rodríguez Pappe (Guayaquil, 1976), busca dentro de la rica tradición de lo fantástico y lo sobrenatural, es decir, de los fantasmas, de los monstruos, así como de otras narrativas no miméticas, una intimidad narrativa, una profundidad psicológica en sus personajes. A diferencia de Ojeda, quien presenta la violencia como un leitmotiv poderoso (y en su última obra la cosmovisión ecuatoriana y regional), Solange Rodríguez se adentra en los relatos de personajes que sufren desde dentro, sin aspavientos, pero que se enfrentan a lo indecible. Esto sucede en libros como La bondad de los extraños (Ediciones Antropófago, 2014) y el más reciente La primera vez que vi un fantasma (Candaya, 2018).
Si bien los relatos persiguen el fantástico en ocasiones, como en el caso de “Pequeñas mujercitas” o en “La primera vez que vi un fantasma”, el desarrollo de lo perverso dentro de una psique lastimada, al más puro estilo Poe, se nota en uno de los primeros relatos, “Paladar”, donde una pareja constituida por un norteamericano y una latina se enfrenta a un tour gastronómico, muy folklórico y peculiar, podría decirse que hasta extremo, donde la naturaleza de su relación quedará a flote. Aquí, la atmósfera, esta vez muy gótica, se entremete en los rincones de una Lima nocturna y salvaje, de tradiciones apenas entendidas por un hombre desparpajado, por una mujer dolida. Lo que pase con la comida será una incógnita que quizá nunca llegue a revelarse. Por otra parte, la aparición de un monstruo en “El atanudos”, perfecta para entrar en una rama del horror folklórico, nos adentra en la posibilidad muy clásica de encontrar el horror al mudarse de casa. Como en la tragedia, este horror se halla al vislumbrar lo prohibido, al encaminarse hacia un lugar que no debía explorarse. El castigo por atisbar el secreto siempre será bastante alto.
Lo he mencionado en otras ocasiones, pero un monstruo propio como el “atanudos”, que a pesar de su aparente localidad, es una creación original de la autora, merece un lugar en todos los bestiarios de literatura de terror y fantástica. Se nota que el horror es importante para la narrativa de Solange. Tan solo hay que percibir el recurso narrativo que parece tanto en “El atanudos” como en “La historia incómoda que nos contó Olivia el día de su cumpleaños”: esto es el relato contado en círculo, a semejanza de una hoguera, el cuento que aparece venido de un pasado ignoto, pero que nos toca a la menor provocación.
Como detalle curioso, en el libro se incluyen dos relatos de ciencia ficción bastante aterradores: uno donde el mundo es achicharrado por el sol, y una mujer ha decidido casarse con un árbol, mientras su hermana trata de construir su mundo a través de un divertimento donde observa a hombres dormidos por internet. El segundo, “Confeti en el cielo”, es un relato más breve donde se atisba el fin del mundo, con una desesperanza tal que la hace sentir al lector. Lo único que queda es la blancura, el amor de una mascota, los libros, la creencia de que nada ha sido en vano.
En esta misma corriente cercana a la ciencia ficción, se erige un libro de cuentos extraños, poco usual en la narrativa latinoamericana, incluso de género, que es Nuestro mundo muerto (Almadía, 2016), de Liliana Colanzi (Santa Cruz, Bolivia, 1981), una narradora con apenas un par de libros en su haber, pero que muestra un talante inquieto y certero, con tonalidades propias de la Bolivia profunda, así como de una tradición heredada por autores del terror, el weird y la ciencia ficción. El libro abre con “El ojo”, que de cierta manera recuerda a Carrie (1974), del afamado Stephen King, pues muestra la relación entre una madre controladora y su hija. Este relato es tan certero como inquietante, y presenta un abanico de narraciones que fluctúan entre el horror más mesiánico, como el caso de “Alfredito”, hasta la ciencia ficción más dura, como es el caso de “Nuestro mundo muerto”.
Paraguay no es solo la frontera del Mato Grosso, del Parque Nacional del Gran Chaco, de la ciudad de Corrientes. Es más que un río o un país sin salida al mar, y Mónica Bustos (Asunción, 1984) así lo demuestra en Novela B (Suma de Letras, 2013), pues en su novela es una exploración donde permean narraciones tan disímiles como la aparición de un hombre lobo, los vampiros, o los avistamientos extraterrestres, se vive un homenaje casi imposible, pues en sus poco más de doscientas páginas, el verdadero amor por la parte más popular del género se hace presente. Las historias de la novela parecieran descubrir un hilo tenue, pero cargado de referencias a leyendas urbanas, folklore y mucha cultura pop, ya que se apropia satisfactoriamente del uso de las narrativas del cine de serie B (de ahí el título).
La narrativa boliviana, poco conocida en nuestro país, se distingue así por una narradora de fortaleza, originalidad y prosa certera, que apuntala, junto con Giovanna Rivero (Montero, 1972), una narrativa oscura y siniestra, también luminosa e inquietante. El caso de Rivero es menos conocido, pero en su obra aparece una novela que parte desde la relación familiar y la historia de crecimiento, en una especie de bildungsroman (novela de aprendizaje) con elementos de realismo mágico, para manifestar una narrativa distinta y propositiva, como 98 segundos sin sombra (Caballo de Troya, 2014). Además, Para comerte mejor (Sudaquia, 2015) es un libro de cuentos que expresa una cercanía temática muy parecida a la de Colanzi, con una utilización de elementos folklóricos, así como otros tantos sin una clasificación exacta. La oscuridad propia de los cuentos de hadas permea en la realización de una obra que se siente como un conjunto, un entramado de historias que convergen en una prosa hermosa, con cadencias oscuras y luminosas a partes iguales.
Dentro de esta continuidad narrativa, mencionaré a un grupo de autoras que merecen la pena, tanto por la amplitud y ambición de sus obras, como por la utilización de elementos siniestros y extraños que terminan en obras de particular belleza. Daína Chaviano (La Habana, 1957) es una escritora que ha sido comparada con Angélica Gorodischer o Liliana Bodoc, autoras paradigmáticas en los géneros de la Fantasía y la Ciencia Ficción. Una trilogía suya, que abarca la historia de La Habana, así como descripciones geográficas de la misma ciudad, es la de La Habana Oculta, cuyo ambiente gótico la acerca a autoras que esconden las temáticas de la crítica y de la hilaridad de las situaciones sociales de un país como Cuba, mediante elementos oscuros. Es también el caso de un libro como El abrevadero de los dinosaurios (Huso, 2005). Sin embargo, el caso de Extraños testimonios (Huso, 2017)7 es uno de los más interesantes, pues conjunta una serie de cuentos escritos en diferentes etapas de la autora, donde se juega con elementos diversos de la tradición de la literatura de terror, desde vampiros hasta fantasmas. Quizá el más elaborado, y que recuerda a “El parásito”, de Conan Doyle, es “Ciudad de oscuro rostro”.
Esta diversidad en cuanto a relatos, que conjuntan manifestaciones de la literatura de terror clásica, pero actualizada, se encuentra en obras como No vayas a playa muerte (Editorial Autores de Argentina, 2019), de la bonaerense Victoria Marañón Rodríguez (1984), una autora independiente que trabaja temáticas clásicas como la brujería o el vampirismo. Por otra parte, la aproximación de Denise Phé Funchal (Guatemala, 1977) es mucho más versátil, en su excelente libro Buenas costumbres (F&G, 2011) donde se retratan historias extrañas, y perturbadoras. El terror se esconde a través de los rostros de la gente más común. Sin embargo, algunos de sus relatos más surrealistas, la acercan a aproximaciones como las de Mónica Ojeda8.
Michelle Roche Rodríguez (Caracas, 1979) es una escritora venezolana que ha presentado una novela, Malasangre (Anagrama, 2020), donde el vampirismo está en primera fila, aunque en realidad sea un pretexto para hablar del salvajismo de la sociedad de aquel país en los años veinte (e incluso ahora), además de la historia inquietante de Venezuela, similar a la de todos los países que conforman este continente. La aproximación al vampirismo la realiza de una manera sutil, casi anecdótica, para después entablar un diálogo sobre la historia de la región y la moral.
La historia, aunque pierde fuerza conforme avanza, y se resuelve en unas cuantas páginas, juega con el vampirismo para hablar de lo mismo que hablaba Drácula, del deseo femenino visto desde el escrúpulo de la moral imperante, del miedo cerval que los hombres le tienen a una mujer liberada. De una manera más apegada a las reglas del horror y de lo gótico, principalmente, Adriana Díaz Enciso (Guadalajara, 1964), publicó en 2001 La sed (Ediciones Colibrí, 2001), un homenaje claro a la novela de vampiros, especialmente a la de tipo victoriana, recargada, sin la ligereza de Le Fanu ni la originalidad de Stoker. En cambio, lo suyo se acerca a la novela de vampiros de Anne Rice, sin que toque las venas discursivas más modernas de la obra.
Por otra parte, Díaz Enciso prefiere sumergirse en La sed (Secretaría de Cultura de Puebla, 2001) en una marcada imitación de la novela de terror del XIX. Esta decisión también la toma Marina Yuszczuk (Quilmes, 1984), en La sed (Blatt & Ríos, 2020), novela con la que comparte nombre, que es una obra donde se retrata la fiebre amarilla en el Buenos Aires del XIX. Pareciera que, junto con Michelle Roche Rodríguez, la idea del vampirismo, encarnada en personajes femeninos escritos por mujeres, se convierte en una veta de búsqueda para estas narrativas oscuras9.
El Terror en México
El caso mexicano no tendría por qué diferir de lo visto hasta ahora en las narrativas, a veces experimentales, de decenas de autoras que en estas últimas décadas han utilizado los elementos del género, o se han adentrado en él, para hablarnos de sus propias preocupaciones, tesis, ideas y obsesiones. En México, a pesar de la tradición oral y el imaginario que conllevan las leyendas, además de celebraciones como el Día de Muertos, las obras terroríficas no han sido tantas como cabría esperar.
Como colosales cimientos se encuentran las voces de Amparo Dávila, Guadalupe Dueñas, Inés Arredondo, Adela Fernández o Beatriz Álvarez Klein. Si se explora con detenimiento, se encontrará a una plétora de autores, desde la Revolución, o antes, que han trabajado temáticas oscuras, de Rafael Delgado a Bernardo Couto Castillo. Sin embargo, la literatura de terror pareciera no haber existido, de no ser por el triunvirato más o menos famoso de Dávila-Dueñas-Tario, que se ha mantenido a través de las décadas como una fuente de inspiración tanto para escritores independientes como comerciales.
La actual explosión de literaturas macabras ha conllevado a observar la obra de Lola Ancira (Querétaro, 1987), quien, con El vals de los monstruos (FETA, 2018) presenta una narrativa salvaje llena de un terror natural donde asesinos y personas enfermas destripan sus psiques oscuras y violentas10. En sus cuentos, Ancira explora la violencia y los personajes sórdidos, desde el principio, con “En el Oriente se encendió esta guerra”, hasta la perversidad de “Tres lunares” y “Monos”. Eso no le impide que construya un relato melancólico y bellísimo como “Satélites”11.
Atenea Cruz (Durango, 1984) escribe de la violencia y la melancolía; lo hace en dos sendos libros, una novela Ecos (FETA, 2017) y Corazones negros (Editorial An Alfa Beta, 2019). En el primero, el aire espectral de un fantasma se hace presente bajo la mirada de un personaje masculino, tan solo para viajar en el tiempo, hacia el pasado, y explorar la melancolía, la ira y la tristeza de todo aquello que pudo ser. Sorprende la oscuridad que la autora le imprime a la contraparte del hombre, a su esposa, una mujer berrinchuda, contradictoria y aun así conmovedora. En sus relatos, además de relucir la ternura y la soledad, también surgen apariciones salvajes bajo el manto de la violencia y la naturaleza errada del mundo.
En este tenor, pero de manera más acompasada, Bibiana Camacho (Ciudad de México, 1974) escribe relatos cargados de una sonoridad, de una melancolía tal que rompen el corazón, incluso cuando sus aproximaciones son mucho más oscuras como “El videojuego”, “¿Qué estás soñando?”, “La bella durmiente” o “La casa de campo”. Estos relatos pertenecen a Jaulas vacías (Almadía, 2019). En su novela Lobo (Almadía, 2017), la idea de un poblado donde los lobos se han extinguido, pero vuelven a ser avistados, se conjunta con la presencia de una joven investigadora que lucha para hacer crecer su carrera en la academia. La oscuridad se tergiversará con la amargura de la mujer que vive en ese pueblo apartado, Lobo, y la violencia tanto del capitalismo como de aquellos que vienen a arrebatar lo poco que les queda a los del pueblo.
Violeta García (Ciudad de México, 1984), opta por un dueto en sus libros Siniestro (2019) y Pabellón Psiquiátrico (2020), pues desde una perspectiva gótica, entabla la perversión de personajes que habitan enormes casas erigidas por su imaginación, hospitales que viven en sus cabezas, carreteras sin fin, logrando desde la profundidad de la mente un devenir errático y siniestro, que es palpable en sus narraciones cargadas de violencia contenida. En un camino que también explora el gótico, desde lo fantástico y desde la violencia, la obra de Magdalena López (Ciudad de México, 1992), retoma el sueño y lo fantasmal en Insomnes (La tinta del silencio, 2020). El cuerpo es para ella, una presencia amenazante, sangrienta, cercana a las propuestas del slasher, como en “Autoexploración”, homenaje al más puro cine de terror ochentero.
Es complicado separar el thriller o lo Noir del terror, pues en muchas ocasiones se conjunta, como es el caso de las narraciones de Iris García Cuevas (Acapulco, 1977) con su libro Ojos que no ven, corazón desierto (FETA, 2009), o Sandra Becerril (Ciudad de México, 1980). Esta última posee varias novelas pertenecientes a los géneros más duros de la literatura de terror, como el de los fantasmas, las casas encantadas y el sub-género de las maldiciones intergeneracionales, como en el caso de Desde tu infierno (Libros Empleados, 2016), recientemente llevado al cine con guion de la misma autora.
Conclusiones
Abundando en tantas propuestas como estilos que abordan de una u otra manera las temáticas macabras, oscuras o de terror, me pregunto si existirá alguna conclusión a la que llegar respecto al estilo que está creciendo en Latinoamérica. Para empezar, quisiera decir que no es homogéneo, pero parece, en su mayor parte, tender hacia una experimentación, no siempre formal, de este tipo de reglas y temas, para así entablar una conversación que no solo actualice las distintas temáticas o monstruos, sino que las lleve a hablar con las diferentes circunstancias con que cada autora se presenta y se pelea.
Esto es no únicamente su tradición regional. En su mayoría, las autoras no se identifican con una cultura únicamente latinoamericana ni mucho menos con el Boom. El caso argentino es paradigmático, pues contiene ya decenas de autoras y autores que siguen los caminos de la extrañeza, el terror y los temas de la violencia. Es así también en el caso mexicano. Así que, si bien no existe una particularidad de lo “latinoamericano”, se puede notar un impulso narrativo particular, que conlleva la recreación de ciertas semiósferas, así como de tradiciones no necesariamente nacionales, que exploran los ámbitos del propio país, el territorio geográfico sino también personal, sexual, de género (no hablo del terror o del horror).
La literatura escrita por mujeres parece tener un impulso que, por suerte, no parece querer apagarse en muchísimos años (tal vez nunca, y lo celebro). Además, la valoración del género de terror conlleva a una exploración más íntima y peculiar de los miedos, de todo aquello que nos hace ser humanos, y que nos toca de manera particular, entablando un diálogo profundo con la misma literatura.
El terror en Latinoamérica es un centenar de autoras más, es la región, es la jungla y las montañas, es la violencia machista y es la respuesta también de escritoras que, ciñéndose en las temáticas de la oscuridad, buscan un resplandor prosístico y formal que lleven al lector a la experimentación de aquello que entrevía Burke: el horror y el asombro.
- El estudio se complementa con la obra de Eugenio Trías, Lo Bello y lo Siniestro (Debolsillo, 2020)
- Recomiendo la edición de Valdemar, publicada en 2010, sin embargo, hasta las ediciones de Fontamara contienen traducciones aceptables del texto.
- Para la cercanía de lo Noir, o “policiaco” y el terror, es recomendable acercarse a la obra de John Connolly, especialmente a la serie protagonizada por el detective privado Charlie Parker.
- El libro ha sido recientemente editado por la UNAM y Ediciones Antílope.
- No confundir con el gótico sureño, propio de la narrativa de Faulkner, Erskine Caldwell o Flannery O’Connor.
- Este punto es, por supuesto, controversial. Sugiero la lectura la reseña de la doctora Aurora Piñero, a la obra de José Ricardo Chaves, Jaguares góticos. https://1library.co/document/eqopk47z-jose-ricardo-chaves-jaguares-goticos-por-aurora-pineiro.html
- Es de notarse el thriller histórico con elementos fantásticos, Los hijos de la diosa Huracán (Grijalbo, 2019)
- Vale la pena revisar sus novelas Las flores (F&G, 2007), muy tétrica y sombría; o Ana sonríe (F&G, 2015), que explora dentro del tema familiar el suicidio. Su prosa desborda y encanta.
- De manera distinta, Sanguínea (Candaya, 2020), de Gabriela Ponce, explora la sangre y el ansia desde una perspectiva feminista contemporánea.
- Un ejemplo en https://www.tierraadentro.cultura.gob.mx/territorio-de-brujas/
- La reseñe de Hiram Ruvalcaba explora con mayor profundidad su cuentario