Portada del libro Cobra de Severo Sarduy
Muda de piel
1. La primera vez que me maquillé los ojos fue para una obra de teatro escolar. Montábamos el Sueño de una noche de verano de Shakespeare, versión mesoamericana. Es decir, el guion seguiría igual pero la escenografía y los vestuarios serían unos trozos de tela decorados con “motivos aztecas” Así lo había decidido el director de la obra, un estadounidense que me enseñó, sí, muchas cosas sobre el sentir y sobre la actuación, pero que no creo dimensionara la incoherencia de su decisión artística. Quizás le estoy exigiendo demasiado a una obra de secundaria. Pero me viene a la memoria su carácter mutable: ¿seguía siendo la misma obra, a pesar del guion intacto, cuando su piel, por fuera, era toda distinta?
Me maquillé los ojos, entonces, porque era requerimiento para estar en escena. Con el ángulo de los reflectores, había que delinear el párpado inferior para evitar que la mirada se perdiera. Supongo que se corre peligro de que los ojos se integren al resto del rostro. En ese momento, no pensé mucho del maquillaje, pero sí recuerdo una satisfacción vaga al ver mi rostro en el espejo y al notar la facilidad, al menos en comparación al resto de mis compañeros, con que la cera trazaba mi párpado. La mirada había que enmarcarla. Una vez aplicado el marco, la transformación podía dar lugar.
2. Severo Sarduy nace en Cuba pero pasa más tiempo en el exilio que en su país natal. En París escribe Cobra, agrietamiento del lenguaje y celebración del neobarroco en su expresión más tupida y túrgida. La novela insulta al lector, literalmente, y le hace dar vueltas para encontrar su propia sombra: el argumento recuerda a la pintura de Holbein el Joven, en la que, para encontrar a la muerte en la mancha que precede a los lujosos embajadores que nos miran de frente, es necesario encontrar el punto preciso de la transformación, la anamorfosis de la imagen. Una vez situado el cuerpo (y la condición anímica) en el lugar correcto, la novela se revela ante nosotres. La historia de una vedette transexual y su transición, la sublimación de su dolor y el delirio de su muerte inunda los sentidos como el veneno en una picadura. Cobra es, por los múltiples sentidos que le da Sarduy, la serpiente que se transforma.
3. Sarduy tardó casi tres años en terminar la obra. Me lo imagino vagando por París, de café a burdel a escritorio, traduciendo el francés que lo rodeaba al saturado español del texto. Condensando diez palabras en un solo modismo y volviendo cada voulez-vous un retrato hispanizado de la lengua. “Lo que engendró el libro es una frase que oí en la Costa Azul sobre este accidente: “Cobra se mató en jet en el Fujiyama”. No sé por qué ciertas frases tienen un tal poder catártico, son como núcleos de significación que nos impresionan particularmente.” La frase, acota Sarduy en su entrevista con Emir Rodríguez, la escuchó en francés. Además, la novela fue escrita tras un viaje a la India, durante el cuál Sarduy tenía muy en cuenta los propios viajes de Octavio Paz en su madurez. “La única descodificación que podemos hacer en tanto que occidentales, la única lectura no neurótica de la India que nos es posible a partir de nuestro logocentrismo es esa que privilegia su superficie. El resto es traducción cristianizante, sincretismo, verdadera superficialidad.”
4. Lo cual pone en jaque aquella vieja lección de no juzgar a un libro por su portada. La lectura de la superficie, o más bien, la lectura que privilegia a la superficie -ese lugar en donde radican los accidentes y monumentos que un país o una persona padecen o erigen- se aleja de la superficialidad interpretativa. Pero esto es una redundancia: cualquiera que sepa leer los textos que se producen sobre la piel, o que se de a la tarea de intentarlo, verá mucho más de lo que el simbolismo cultural permite. Y es que existe una semiología inherente a nuestros cuerpos: que si nuestra manzana de Adán o nuestro talón de Aquiles, o nuestras muelas del juicio o nuestro corte satánico.
Nuestra superficie es obligada a funcionar como parte del proceso de interpretación de nuestra identidad en tanto lienzo en blanco que nosotres decoramos. Pero al mismo tiempo, esa decoración se ve intervenida por parámetros culturales más o menos fuera de nuestro control. La tendencia hacia un cierto estilo conlleva el peligro de ser tipificade y de que se asuma un conocimiento previo con respecto a nuestra identidad. Transformarse es, entonces, un juego de azar en el que la percepción ajena siempre quedará en el aire.
5. La segunda vez que me maquillé fue en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Todavía no terminaba la universidad, y tampoco terminaba de entenderme. La identidad se nos plantea tantas veces como una categoría estática, un ideal abstracto en el que radica una “verdad” absoluta sobre quién somos. En otras palabras, la identidad se nos da como un peso a cargar. Esto serás, pero no aquello. En esto encontrarás placer, pero no en lo otro.
Me parece impresionante la cantidad de secretos que pueden emanar de esta presunta noción de identidad, dentro de la cual el ámbito privado e íntimo no forma parte. ¿Qué vemos en nuestro celular cuando nadie más está con nosotres? ¿Qué música escuchamos cuando sale solo por nuestros audífonos y no es necesario compartirla con nadie más? Incluso hemos desarrollado la idea de “gustos culposos” casi exclusivamente como aquellos gustos que no encajan con el resto de nuestra identidad. Si aboliéramos esta noción estática de identidad, sin embargo, ¿cómo nos consolidaríamos frente a la mirada perpetua de quienes nos rodean?
Podemos empezar con audiencias más pequeñas. La segunda vez que me maquillé (o más bien, que mi mejor amigue me maquilló) contaba con ese espacio en que la transformación puede ocurrir de forma privada. No había, en esta ocasión, una puesta en escena a la que acudir. Solo una tarde en la que era necesario maquillarse, así como es necesario en cualquier otro momento escribir un poema o aprender una canción.
6. El espejo es una parte casi esencial de la anamorfosis. Un espejo cilíndrico se coloca al centro de una pintura en apariencia abstracta y se revela el retrato hiperrealista del otro lado de la superficie. El espejo en el que me observé era plano, pero la abstracción había ocurrido de igual forma. No sé si una pintura reconocerá sus propios colores al observarse en el cilindro, pero yo reconocí apenas un tercio de mí al observarme, y era todo mi mirada, y al mismo tiempo reconocí que yo era el resto. En el descubrimiento de ese rostro nuevo -mío pero desconocido, propio y a la vez ajeno- me sentí vulnerable, como si un retazo secreto de la tela con que me hicieron se volviera de repente una bandera. Una parte mía, escondida incluso de mí, se ponía de repente a la vista del mundo. Le siguieron las túnicas y el perfume. Era apenas el inicio de la transformación.
7. En Cobra, el texto se adapta a medida que la historia avanza. El primer párrafo se repite, capítulos adelante, para darle un sentido distinto a las mismas palabras. Sarduy era consciente de un problema fundamental: el proceso de la escritura, es decir el proceso completo de escritura, edición, re-edición e impresión, significa también un momento atemporal de consolidación. Las palabras impresas podrán ser alteradas cada tanto mediante alguna fe de erratas inserta en la primera página de algún libro pero, en la mayoría de los casos, el texto se cierra (a la edición) y se abre (a la interpretación de sus lectores). Se forma, así, la superficie del texto, aquello que será reconocible a primera vista, aquella superficie consultable al abrir el libro en una página aleatoria para indagar en su prosa.
En este sentido, la re-escritura propia del texto dentro del mismo texto es un elemento fundamental de cobra: la novela debe ser reescrita, porque, de otra forma, el texto se queda como una sola cosa y pierde su carácter mutable. Claro que cualquier libro, cualquier poema o cualquier narración puede nutrirse de este poder mutable: iniciamos en un punto A para llegar a un punto B a través de un proceso léxico de mutación. Pero el acierto de cobra es que ese punto A puede convertirse en un punto A o en un punto A o incluso en un punto A. La superficie misma, aquel rasgo usualmente estático del libro impreso, utiliza la autoreferencia para indagar en su propia metamorfosis.
8. “Cobra, te adentras en el estado intermedio: cielo vacío de las cosas,” dice El Alterador, quien obra como alquimista para finalizar la transición de Cobra, para realizar la cirugía que permitirá a Cobra su identificación consigo misma. “Ya eres, Cobra, como la imagen que tenías de ti.”
9. El estado intermedio, según el Bardo thodol, o Libro tibetano de los muertos, ocurre entre los distintos estados de la consciencia que el ser atraviesa durante el proceso de muerte. El proceso inicia con la propia muerte, seguida de la experiencia plena de la realidad, y finalizando con la visión que desemboca en la reencarnación. Entre espacio y espacio, está el cielo vacío, la ausencia que precede a la presencia.
10. Está, por ejemplo, la cuestión de nombrarse. La expresión en inglés, deadname, vuelve explícita la muerte dentro del proceso. El nombre, el propio llamamiento, sufre un proceso de mutación y de cambio. Para tantas tradiciones, el nombre es más que una parte de la identidad: contiene al ser por completo. Cuando un nombre muere, otro nombre nace. Muerte y resurrección se entrelazan y dan lugar a la transformación primordial. Pero entre la muerte de un nombre y el nacimiento de otro pueden pasar muchos años. El proceso de muerte puede ser gradual, comenzando con una elipsis u omisión y siguiendo un proceso lúdico mediante el cual se experimenta la realidad del nombre. O el nombre puede morir y renacer vuelto algo completamente diferente.
11. La identidad no-binaria representa un problema historiográfico: en tanto etiqueta, las identidades no-binarias es decir, que no se acoplan al binomio de género hombre-mujer, existen en distintas culturas. Estas identidades evidencian la particularidad (“solo existen hombre y mujer”) que occidente quisiera hacer pasar por universalidad, descarcajando la máscara que occidente ha puesto sobre sí para no ver al resto del mundo. Pero la identidad no-binaria también surge en occidente sin más historia que la propia historia personal de quienes así se identifican. No hay grandes tradiciones no-binarias. No existe un referente dentro de la cultura popular sobre lo no-binario, ni tenemos arquetipos que definan (encasillen) a quienes así se identifican. Ni los necesitamos.
12. Habrá quienes supieron a los siete años que no se sentían cómodes de una u otra forma. Que no correspondían a este lado del salón o al otro. Y habrá quienes experimentaron ese saber simplemente como confusión. También habrá quienes solo sintieron una espina durante tantos años de su vida que se olvidaron de que sentían una espina. Habrá quienes fueron socializades como hombres y habrá quienes fueron socializades como mujeres. Y, al final, la experiencia no será igual para nadie. Aquello que se nos revela durante nuestros estados intermedios, en los momentos antes y después de decidir dejar de vestir de cierto modo, comenzar a vestir de cierto otro, formará una experiencia única del cuerpo que estará plagada de sus propios miedos y sus propios placeres. La identidad rompe con su carácter estático, y es así como nos podemos transformar en quienes verdaderamente somos.
13. La muerte es, en Cobra, la consolidación de la transformación. Porque Cobra muere, y su proceso da pie a la lisérgica segunda parte del libro. Aquí, una vez más, cambia el texto: la historia es suplida por otra historia; algunos de los nombres permanecen pero no conservan ya su antiguo significado. Cobra, por otro lado, se despliega en su totalidad: “Copenhague, Bruselas, Amsterdam”, “serpiente venenosa de la india”, “recibe en la pagaduría su salario”.
Siguiendo la naturaleza ritual del Bardo thodol, la segunda transformación de Cobra se vuelve aparente: el consumo de flores, el entierro de cielo, las palabras de sabiduría susurradas al oído de quien duerme por última vez, por primera vez. Cobra se mató en jet en el Fujiyama. Cobra es asesinada tras su transición. Cobra muere para poder iniciarse. A fin de cuentas, describir la trama de Cobra sería caer en un juego inútil: las palabras que ahí se encuentran podrán contar una historia, pero esa historia es menos importante que las palabras mismas. Podríamos, como decía Sarduy, intuir con nuestra cultura occidental aquello que ocurre debajo de la superficie, pero sería en vano. No sería otra cosa que aquella “traducción cristianizante”. Pero, por otro lado, nada perdemos al maravillarnos del lenguaje, de su bifurcación y transformación, sus motivos crípticos y su piscodélico desenlace. La lectura se vuelve, como con algunos mantras que dan justo en el clavo, una forma de meditación. Esta meditación quizás sea la única cuestión real del libro: lo que tenemos en las manos es la piel de un animal que dejó atrás su vestimenta; solo a través del tacto y de la intuición podríamos descubrir la forma sagrada de sus escamas.
14. La percepción ajena siempre quedará en el aire, hasta que aquellas personas ajenas vuelvan particular su percepción. Evidentemente me insultaron la primera vez que salí maquillade a la calle. Más común, sin embargo, es el giro de cabeza, ese movimiento que alguien hace involuntariamente cuando no está segure de haber visto lo que vio. Porque quienes nos paseamos por la calle después de una transformación afirmamos el sentido antiguo de la reencarnación: morimos ya, y volvimos a nacer. Estas líneas debajo de nuestros ojos, estas flores que decoran nuestra piel, todo ello es testimonio de la transformación que alimenta una identidad que ya no se reconoce más como planta en maceta, sino como mutación y espejismo materializado. Desplegamos, como la serpiente, la piel que antes nos cubría para dejar a la vista nuestra verdadera forma.