Fotografía tomada de Flickr
Música, literatura y depresión
(tonos y voces de la tormenta)
El dolor derrite cualquier nota de falsedad,
la aniquila
Svetlana Alexievich
para Mariana V
Pérdida y muerte
–Schubert siguió a Beethoven.
–¿Cómo que lo siguió?
Pide al mesero otra ronda de cervezas (en tarro) y botana. Estamos en La Invencible. En el pueblo de San Ángel.
–Sí, lo seguía en sus caminatas nocturnas, lo intentó seguir admirablemente en la música y lo siguió en la muerte.
–¿Es cierto que cargó el féretro de Beethoven?
–Sí, durante el cortejo fúnebre hacia el cementerio de la pequeña ciudad vienesa de Währing. Tras el entierro, Schubert se reunió con algunos amigos en un bar como este, que despedía un olor a miasmas y orina, se llamaba El Castillo de Einsenstad, ahí brindó por el sordo de Bonn, alzó el tarro de cerveza y exclamó: «Salud por el que siga a Beethoven».
–Pues salud.
–Salud. –Muerde el taco de pancita en salsa verde. Traga–. Veinte meses después…
–¿Después qué?
–Schubert murió. A los 31 años. Pidió ser enterrado en el mismo panteón que Beethoven. Y así se lo concedieron.
***
Umbral del invierno de 1828. Franz Schubert, genio de la melodía, regordete, de espesa cabellera, tímido, de anteojos anticuados, siempre viejo, un poco burgués, que ponderaba la amistad y el alcohol por encima de muchas cosas (son famosas sus reuniones entre amigos poetas y músicos, que terminaron conociéndose como las Schubertiadas), está enfermo. Próximo a la muerte. Tiene una extraña dolencia, una suerte de derrumbamiento interior. Parece que finalmente la tristeza le estalló. Escribe en su Diario: “Nadie comprende el dolor de otro, nadie las alegrías de otro”. En el lecho de muerte, en el sótano de la casa de su hermano Ferdinand, le pide: “Te lo ruego, que me lleven a mi habitación. Que no me dejen en este cuartucho bajo tierra. ¿A caso no me gané también un lugar en la superficie de la Tierra?”
Acaba de componer su Viaje de invierno, un ciclo de 24 lieder –inspirados en poemas de Wilhelm Müller– que simbólicamente representarán su último viaje, su último invierno. Horas antes de su muerte, su amigo violinista Karl Holz, acompañado de su cuarteto de cuerdas, interpretó algunos lieder suyos, además de la última melodía que Schubert quiso escuchar para despedir la vida: el Cuarteto para cuerdas núm. 14 en Do sostenido menor de Beethoven.
***
A media carrera cambiamos de caballo, nos mudamos al tequila. Herradura blanco, derecho. Con sangrita y una cerveza Corona para acompañar.
–A mi amigo, Schubert lo salvó de la muerte.
–¿En qué sentido?
–Pasaba por la fuerte congoja de haber perdido a su madre. Llevaba meses sumergido en una tormenta, en una malsana tristeza, que le había provocado, entre otras cosas, una insensibilidad a cualquier tipo de placer. Pero además una poderosa propensión al suicidio. Una tarde, caminando por un barrio del oriente de la ciudad, escuchó algo, como un murmullo, «una repentina iluminación, un avivamiento de mi estado de ánimo, un súbito susurro o insinuación de vida, de alegría». Entonces comprendió que lo que estaba escuchando era música. Música a lo lejos.
–Carajo, pídete otra ronda de tequilas. Sostén el relato ahí. Voy a mear.
Hago al mesero la típica señal. Trae otro par de aceitosos, transparentes, vívidos y humeantes tequilas. Con sus respectivas mitades de limones, y más sangrita.
–Decías…
–Música a lo lejos. Entonces, como fragmentos a su imán, los oídos de mi amigo lo conducen a la fuente de aquel poderoso efluvio musical. La melodía escapa de la ventana de una casa que da a la calle. Mi amigo, conmovido hasta la médula, se apuesta lo más cerca que puede de dicha ventana, cierra los ojos, e intenta reconocer de qué música se trata. Es un lied de Schubert. Lo reconoce porque su padre lo ponía en su infancia.
–Schubert, solo Schubert es la vida, broder.
Es lunes y la cantina está vacía. De modo que me atrevo a cometer una fechoría: saco mi celular, busco un lied de Schubert, ese que comienza con las palabras Fremd bin ich [Forastero soy]. Subo el volumen. Escuchamos. Nos perdemos en aquella música. El mesero no se atreve a traernos más tequila.
Los tequilas y la música… ambos son mi sangre, «La sangre de mi vida».
Puedo resumir en tres palabras…
Tony está en su bañera, próximo al suicidio. Suena “Lovely day”, del enorme Bill Withers. Es un día claro y soleado. Hasta hermoso. Su perra, una negra e inútil pastor alemán incapaz de abrir por sí sola una lata de comida, lo mira y parece que lo increpa. Ladra, ladra, ladra. Lo saca del cometido. «Si pudieras abrir una lata, ya estaría muerto. Pero no puedes ¿no? Porque eres inútil». Tony está quebrado, roto, con el ánimo erosionado, parece vivir entre una niebla compacta; ya no puede cree en la vida después de la muerte. Después de la muerte de su esposa Lisa. Suena el silencio. [“Silence”, de Dave Thomas Jr.] Sale de la bañera. Hay que alimentar a la inútil y vivaz perra.
En otra escena Tony cae derrumbado en el sillón. [Ahora suena “The Olny Thing”, de Subjan Stevens]. Sostiene un frasco con sugerentes barbitúricos. La perra ladra, una y otra vez. Tony destapa el frasco. Más ladridos, aunque esta vez no tienen resonancia. Todo parece apuntar a lo irremediable. Pero alguien llama a la puerta, nuevamente le frustran la muerte. Se trata de una mujer que recientemente lo ha comenzado a amar. Se llama Emma.
El relato concluye con otra escena: dos personajes secundarios esperan en la banca de un panteón. Uno de ellos pronuncia una frase del poeta norteamericano decimonónico Robert Frost: “Puedo resumir en tres palabras todo lo que he aprendido de la vida: la vida sigue”.
Pienso en William Styron, cuando cita a Dante –el final del canto XXXIV de su Divina Comedia– “Y otra vez contemplamos las estrellas”, para referirse a lo que quizás constituya la única merced de la depresión (la depresión como enfermedad, como afección, trastorno psíquico, biológico y social): no es invencible. Invencible, la cantina de San Ángel.
«Si algo nos puede enseñar la depresión es, en todo caso, la humildad del duro oficio de vivir».
[Viendo la serie After Life]
Brahms ante el sufrimiento
En su libro Esa visible oscuridad –poderoso ensayo autobiográfico dedicado a narrar su aguda depresión– el novelista William Styron confiesa una experiencia que le sucedió durante un serio episodio de devastación próximo al suicidio:
“Una noche cruelmente fría, cuando supe que no me sería posible sobrellevar el día siguiente, me acomodé en la sala de la casa bien envuelto en ropa para resistir la frialdad. Mi mujer se había ido a la cama, y yo me obligué a ver una película […] En cierto punto del filme, que se desarrollaba en el Boston de finales del XIX, los personajes bajaban por el amplio pasillo de un conservatorio de música, y de otro lado de las paredes, acompañada por músico invisibles, llegaba una voz de contralto, un pasaje de la Rapsodia para contralto de Brahms, que se eleva de repente.
Ese sonido, al que, como toda la música –como a todo placer en realidad–, había permanecido yo insensible, en mi aturdimiento, durante meses, me traspasó el corazón como un puñal, y en un desbordamiento de recordación súbita pensé en todas mis alegrías que la casa había conocido: los niños que habían correteado por sus habitaciones, las fiestas, el amor y el trabajo, el sueño honradamente ganado, las voces y el ajetreo, la sempiterna tribu de gatos, perros y pájaros […]”.
La música es la más poderosa de las artes, porque no requiere mediación. Es un acto. A diferencia de la literatura, que tiene el muro del lenguaje. En música uno no necesita saber absolutamente nada de nada. A caso solo nos pida estar a su servicio. Con los oídos abiertos. Con el corazón dispuesto. Es perfectamente subjetiva y, aunque no es capaz de comunicar algo en concreto, se podría afirmar que pocas manifestaciones humanas logran el arduo milagro de conectarnos con la tristeza. Asunto relevante. Ejercer sin tapujos nuestro derecho a la tristeza. “La tristeza inmortal del ser divino”, como diría Rubén Darío. Abandonar esa necesidad de estoicismo ante la tristeza, que nos exige este tiempo ahistórico, veloz, roto, mezquino, desesperado. Educarnos en la tristeza. La tristeza como forma del conocimiento. Como un arte. Como un asunto eminentemente humano. Basta escuchar las Variaciones Goldberg de Bach, el Cuarteto La doncella y la Muerte de Schubert, el Quinteto para clarinete y cuerdas de Brahms, las Kinderszenen (piezas infantiles para piano) de Schumann, el Stabat Mater de Pergolesi o It never entered my maind en versión de Miles Davis (o lo que usted guste y mande), para encontrarnos de frente con la belleza, la tristeza, el dolor, los confines del alma, los misterios del sufrimiento; con la naturaleza humana.
Por cierto, Brahms y su música han logrado tocar, en momentos complejos y de ensombrecimiento, el corazón de muchos seres más –además del de Styron–, para muestra sólo un botón. Klara Wieck, esposa de Schumann, escribió a sus hijos tras la muerte de su esposo: “Entonces llegó Johannes Brahms. Vino, como un amigo entrañable, a compartir mi dolor, fortaleció mi corazón, que parecía a punto de quebrarse, elevó mis pensamientos, alegró mi espíritu en todo momento y en todo lugar”.
«No hay día en que no escuche aunque sea una miniatura de él [Brahms]. Alguna música que me permita dar gracias por esta vivo».
El viento de la locura
Robert Schumann terminó sus días en un hospital psiquiátrico, en Endenich, donde ya no componía música ni hablaba, solo ubicaba sobre un atlas nombres de países y pueblos, una y otra vez, y bebía agua del cuenco que hacía su esposa con las manos. Antes de ingresar al nosocomio pasó varios años en una suerte de trastorno psicótico, muy probablemente a causa de una profunda y prolongada depresión, asunto que le hacía padecer constantes y aterradoras alucinaciones. Por ejemplo, imaginaba que Bach tocaba a la puerta de su casa a la mitad de la merienda. Entonces Robert exigía a gritos que alguien le abriera al maestro; que no lo dejaran afuera esperando. Sus hijos, confundidos, miraban a su madre (Bach llevaba cien años de muerto). Les tenía rotundamente prohibido burlarse de su padre. Así, todos terminaban abriéndole la puerta a Bach, invitándolo a la mesa, mientras Klara interpretaba al piano las Variaciones Goldberg, ante la presencia del “maestro” y para agradecer el generoso gesto que había tenido al visitarlos. «Jamás sabré lo que causó mi depresión, como nadie sabrá nunca nada acerca de la suya».
Muchos artistas han fundado su arte sobre la fuerza de la debilidad; muchos también han sido aquellos que han “creado” para no morir. Aquí pondría a Schumann. “A veces, estallo de Música”, escribió en alguna ocasión a su esposa. Y aquí pondría también a la literatura, que posibilita múltiples encuentros con dicha fuerza y milagro. Voy a decir Carver, Baudelaire, Flaubert, Szymborska, Steinbeck, Dostoyevski, Doroty Parker o Hart Crane (quien por cierto se suicidó en el Golfo de México). De Parker pienso en su cuento “Te portaste perfectamente” y de Crane en su poema “The Broken Tower”, que escribió en Taxco y que uno de sus versos reza así: “Y de este modo entré en el mundo roto/ para encontrar la compañía visionaria del amor”. Pero también estoy consiente de la perogrullada que acabo de decir. Pues podría afirmar que casi toda la literatura se nutre de la fuerza del sufrimiento, del dolor, de la debilidad, la muerte, la locura; la literatura es así, siempre quiere ser escrita sobre aquello que no se puede decir. Por último, pienso en una novela que proviene enteramente de la música y la locura: El malogrado, de Thomas Bernhard, donde uno de los personajes principales es ni más ni menos que el ínclito y genial pianista Glenn Gould, “el más clarividente entre los locos”, que no le gusta el piano y que terminó alejándose del “circo” de los escenarios. Nadie como él interpretó nunca a Bach. Decir Variaciones Goldberg es decir Glenn Gould.
«Desgarrado hasta las mismas raíces de su ser».
La voz de la depresión
Hölderlin describe un dolor, en su poema «El azul adorable»: “indescriptible, inexpresable, indecible”. Y es que, aunque la depresión tiene sus propias palabras: apatía, pérdida, ensombresimiento, melancolía, debilidad, tristeza, muerte, pesimismo, vida, disgregación, insomnio, desamparo, tormenta, descontrol, congoja, y aunque todas forman parte del sentido mundo de la vida humana –y por ende de la invencible tragedia de la existencia–, experimentadas desde la enfermedad cobran una dimensión muy distinta. Cesare Pavase escribió al decidir irse de esta vida: “No más palabras. Un acto. No volveré a escribir más”.
La propia palabra depresión parece en muchos casos insuficiente para narrar la compleja perturbación de la mente que supone esta enfermedad, de la que, por cierto, mucho se desconoce aún. Nuevamente Styron: ha propuesto renombrar “la enfermedad” con la palabra Brainstorm [tormenta en el cerebro], en vez de la imprecisa y anodina palabra “depresión”.
«El misterio de la vida es el misterio del sufrimiento».
Encore
Aunque muchos artistas han experimentado representar la desolación de la melancolía, “el horror de la depresión [para aquellos que la han vivido en carne propia] es tan abrumador que excede con mucho toda posibilidad de expresión; de ahí la frustrada sensación de insuficiencia que suele hallarse en la obra de los artistas, aun de los más grandes”, tal como lo afirma Styron.
«Me siento tan cansado que parece que podría atravesar mi cama, Schubert en el lecho de muerte».