Tierra Adentro

Ilustraciones: Israel Vargas

A partir del Outside, probablemente el disco más complejo e incomprendido de Bowie, Bernardo Fernández, Bef, traza un itinerario personal sobre su descubrimiento del artista que en 1995 reiventó su sonido.

 

Esto definitivamente es homicidio pero, ¿arte?
Nathan Adler

Para Bárbara Guerrero, que hubiera escrito esto mejor que yo.

Para escribir esto escucho obsesivamente el 1. Outside de David Bowie (1995). No me lo tomen a mal, no fui nunca un buen fan del gran Camaleón, pero este disco tocó una fibra sensible. Está entre mis favoritos de toda la vida. Sin duda es mi preferido de los de Bowie.

Me explico: crecí en un hogar muy musical, se escuchaba desde la Sonora Santanera hasta Shostakovich, pero donde la música en inglés (de los Beatles para arriba) estaba relegada… por ser imperialista.

De modo que llegué directo al punk rock sin ningún contexto histórico. Un shock cultural similar al sufrido por los personajes de aquella cinta Blast From The Past (Wilson, 1999), en la que una familia norteamericana se encierra en un búnker nuclear durante cuarenta años.

Por ello, mi educación musical tiene serios huecos. No me gustan los Beatles por esa razón, jamás escuché a The Who ni a las Piedrucas (José Agustín dixit) y nunca reconocí la influencia de Led Zeppelin en el grunge sencillamente porque nunca escuché a la banda del Bonzo.

Hecha la vergonzosa confesión, debo abundar en la ignominia: David Bowie llegó muy tarde a mi vida. Desde luego que lo recuerdo cantando «Let’s Dance» cuando iba en la secundaria. Me perturbó leer aquella historia de cuando la primera esposa de Bowie llegó a su alcoba para encontrarlo en la cama con Mick Jagger (y si no mal recuerdo, les preparó el desayuno).

Además, Bowie es exactamente de la edad de mi papá. Y de Stephen King e Iggy Pop. Qué cosecha la del 47. Por ello me shoqueaba doblemente ver sus desplantes escénicos al lado de la formalidad del ingeniero Fernández.

De manera que el gran Camaleón fue una presencia fantasmal en mi vida, algo que sonaba al fondo, sonaba bien pero me era totalmente ajeno. Hasta que llegué al Outside de rebote.

En aquellos años escuchaba obsesivamente industrial y techno-trash: Ministry, KMFDM, Laibach, Front Line Assembly,Hocico, LLT, Deus Ex Machina y cosas como Tool, Fear Factory y, aunque nunca me clavé del todo, Nine Inch Nails.

El proyecto de Trent Reznor, venerado por los melómanos de mi generación y considerado por varios connosieurs como la mejor banda industrial de todos los tiempos, siempre me dejó un poco frío. Si cabe, era demasiado armónico y amable al oído comparado con lo que me gustaba en aquel tiempo (que entre más sonara como un motor de Fórmula 1 bien afinado, mejor[1].)

Pero no me pasó desapercibido que don David Bowie (de quien siempre exaltaré la elegancia de haber rechazado el título de Sir) se acercó a Trent Reznor para hacer un remix de «The Hearts Filthy Lesson», el sencillo que antecedió al álbum completo.

Eso llamó mi atención. Ya sabía de la capacidad mimética de Bowie. Pero que colaborara con Reznor lo ponía cerca de mi adorado Al Jourgensen, líder y artífice de Ministry, mi banda favorita de todos los tiempos.

¿Qué se traería entre manos este sujeto?

Lo que terminó de picar mi curiosidad fue la aparición en el Tianguis del Chopo (al que acudí puntual todos los sábados de mi postadolescencia y temprana juventud) de un fanzine de cómics basado en la historia del Outside.

Ahí se esbozaba la historia del detective Nathan Adler, investigando la muerte de la adolescente Baby Grace Blue en el circuito del arte experimental. Un arte vinculado a la mutilación y el homicidio.

La historia se situaba apenas unos años en el futuro, en un apocalíptico 1999, desolado en el umbral del nuevo milenio.

¿Cómics, música industrial, cyberpunk, noir, arte homicida?

¡Todo lo que me interesaba!

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Corrí a comprarlo, el primer y último disco de Bowie que tuve (ahora, gracias a los servicios de streaming soy una especie de Gato de Schrödinger musical: poseo todos los discos de Bowie —y para el caso, todos los discos del mundo— al mismo tiempo que no tengo nada).

1. Outside marcó el regreso de Bowie a colaborar con Brian Eno. Juntos habían producido los discos del periodo berlinés de Bowie, Low, Heroes y Lodger, todos a finales de los años setenta.

Imagino la intensidad creativa de la pareja. La intuyo similar a la complicidad establecida entre un guionista y un dibujante de cómics y seguramente me quedo corto y miope. Mi cercanía de toda la vida con músicos ha llegado siempre hasta la puerta del estudio de grabación. Más allá sólo pasan los involucrados en la creación del disco, es territorio sagrado que ni siquiera las parejas de los músicos pueden pisar, en una especie de ley tácita que, una vez rota, condenan a las bandas a la disolución.

Así que puedo entender el distanciamiento de casi veinte años entre Eno y Bowie tras una intensa colaboración. No pocos bowiófilos señalan la Trilogía de Berlín como el mejor momento musical del de ojos disparejos.

Sólo me es dado elucubrar lo que habrá sucedido durante esas grabaciones, el cruce creativo a ritmo frenético que habrá pasado por ahí, un volcán que requirió dieciocho años para enfriarse. Del mismo modo en que me atrevo a imaginar la siguiente conversación telefónica:

¡¡Ring!!

—Hello?

—Hullo. It’s David.

Silencio incómodo.

—Brian, Let’s dance. Again.

Eno, virtuosamente, aceptó.

Lo que siguió, ese proceso de cocina que no vemos los mortales vulgares, dio por resultado el que quizá sea el último gran disco conceptual de la historia.

Bowie fue un gran lector. Su fascinación por William Burroughs es notable en los textos del Outside. Imágenes brutales en escenas medio inconexas que esbozan una historia más grande, que brinca del Berlín de los setenta al Londres de fin de siglo.

Drogas, tecnología y un arte basado en el asesinato y la mutilación, que me hace pensar en artistas como el súper masoquista Bob Flanagan o Teresa Margolles y el extinto colectivo SEMEFO, me remiten a la llamada murderabilia y el mercado de coleccionistas que floreció en los años noventa alrededor de los asesinos múltiples o serial killers.

Imposible, al menos para mí, no evocar el fallido álbum Cyberpunk de Billy Idol, publicado apenas dos años antes del Outside.

Ahí donde Bowie asimila elegantemente, Idol hurta de la manera más vulgar, al estilo del robo hormiga en un supermercado. Mientras el Outside apela al mencionado Burroughs y William Gibson, donde resuena en sus atmósferas el trabajo de artistas conceptuales como Marina Abramovic, Stelarc y el colectivo Fluxus, el disco de Billy palidece en comparación, como construido en el escenario de cartón piedra de una película B de sci-fi.

Donde Bowie, fiel a sí mismo, envejece con dignidad, Billy Idol caduca irremediablemente. 1. Outside es como una botella de buen vino, Cyberpunk un queso cheddar barato que enmoheció de inmediato.

Y esto debe ser una de las razones por las que Bowie logró permanecer vigente durante casi cuarenta años: su capacidad camaleónica para no sólo intuir el Zeitgeist sino la sorprendente sensibilidad para dar con los referentes correctos, su superpoder de asimilación cultural. Durante toda su carrera, David Bowie fue una especie de Dorian Grey musical.
Volvamos a la historia. En varias ocasiones David Bowie declaró que se trataba de la primera de dos partes, que habría una continuación a la que incluso había bautizado como 2. Contamination.

Sin embargo, la historia de Nathan Adler, personaje con demasiados guiños a sí mismo en un desdoblamiento que quiso emular, imagino, a Ziggy Stardust, no logró tener la resonancia, valga la expresión, entre los escuchas.

Vengo a enterarme dos décadas después de que el disco tuvo una recepción tibia, que las ventas no fueron lo esperado.

La carrera de cualquier otro músico no se hubiera levantado de un bache similar. Bowie era otra cosa. No era sólo una estrella de rock —como si ello fuera un mérito menor—. David Bowie fue el gran referente de la música popular anglosajona durante cuarenta años. En pleno movimiento glam se contoneaba con el cabello teñido de cereza y una estola para, diez años después, enfundarse en un traje austero y bailar rocanrolito retro al ritmo de «China Girl», reinventándose en cada disco.

De modo que replegó sus alas, las alas de búho del Rey de los Duendes que había interpretado en Labyrinth para Jim Henson (otro genio) y se reinventó una vez más.

Escucho, repito, de manera obsesiva el disco. Me sumerjo en su atmósfera densa. Evoco la vez en que lo escuché por primera vez con mi hermano Alfredo y nuestros amigos, los freaks de la colonia donde crecimos. «Es un disco muy denso», dijo León Ramírez cuando apenas llevábamos la mitad del CD. Tuvimos que poner otra cosa.

Lo terminé de escuchar en soledad. Fascinado.

Bowie volvió a la carga con Earthling (1997). Un disco totalmente distinto, con coqueteos al drum and bass pero sin concesiones, lleno de resonancias dance. «Little Wonder», el primer sencillo, era mucho más amable con el oído. Cosa curiosa, «I’m Afraid Of Americans» se grabó en las sesiones del Outside, quizá por ello es la pieza más oscura del disco y se siente tan fuera de lugar. Su última colaboración con Brian Eno.

Ese mismo año, Bowie tocó en el Foro Sol como parte de su gira para promocionar el Earthling. Mi amiga Bárbara Guerrero me llevó a rastras a verlo, acompañado de dos amigas guapísimas. Yo esperaba que trajera a Trent Reznor, como en la parte gringa del tour. No fue así. Sin embargo, Bowie no me decepcionó. Mi pequeño corazoncito punk se fue feliz al escuchar «The Hearts Filthy Lesson» en medio de muchas otras canciones bastante más luminosas… luminosas al estilo de Bowie.

Dejo los recuerdos, vuelvo al 2016. Tiempo líquido que corre implacable. Han pasado veintiún años. Bowie murió hace unos meses, en un año que parecía dispuesto a devorar al siglo XX o lo que quedaba de él.

Con su muerte, todos los melómanos nos quedamos un poco huérfanos.

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2. Contamination, aparentemente, quedó en el tintero. Se dice que Bowie dejó listo al menos un disco póstumo. Dudo que sea ése y lo lamento. La historia de Nathan Adler y su conclusión fue a engordar la biblioteca de Morfeo de los libros jamás escritos —o discos nunca grabados— que contaba Neil Gaiman.

Reviso de nuevo estas notas. Temo haber estado cantinfleando irremediablemente. Haberme quedado corto en el homenaje. Pienso en todos los apasionados de David Bowie que podrían haber escrito mejor este texto.

Entonces recuerdo algo que cierra el círculo:

Hace pocos meses alguien me abordó en una librería.

—Hola, me gusta mucho tu trabajo desde hace años.

—Muchas gracias —siempre me abruma un poco esta situación. Muero de pena y no sé muy bien qué contestar más allá de musitar «gracias».

—Pero quiero preguntarte algo.

—Dime.

—¿Es cierto que tú dibujaste el fanzine del Outside de David Bowie?

Me quedé helado. Negué.

—Es un rumor que ha corrido durante años. Quería confirmarlo —y se fue.

Mi estilo de dibujo no tiene nada que ver con el fanzine.

Una somera investigación indica que el cómic —que se publicó sin crédito— fue dibujado por Pico Covarrubias, colega diseñador e ilustrador.

Pero al menos durante algunos minutos me gustó tener algo que ver con David Bowie, aunque fuera un rumor infundado.

[1] Ahora que lo pienso, entre más ofensivo sonara a la sensibilidad hippiecomunistoide de mis padres, más me gustaba. Y luego se me quedó el vicio.


Autores
Ciudad de México, 1972) Es escritor, historietista e ilustrador. Sus últimos libros son la novela gráfica Matar al candidato (Sexto Piso), en colaboración con F.G. Haghenbeck y la novela Ojos de lagarto (Océano).
Secretaría de Cultura