Tierra Adentro

Pueden parecer banales

mis instintos naturales.

G. Grignani

Es fácil imaginar un mundo sin literatura pero no un mundo sin reseñas. Para decirlo de otro modo: en las próximas horas es posible que escribas, leas o recibas un correo electrónico donde algún conocido te pregunte si puedes escribir una reseña. Mientras lees tus propios libros, ¿ese globo de pensamiento que sale de tu cabeza no tiene con frecuencia forma de reseña? Están presentes en los sueños de gloria de los escritores y en las pesadillas que se prolongan en años y años de rencor. Han sabido mudarse de los suplementos culturales a internet y del cintillo de un libro a su contraportada. Como la novela y ciertos asesinos del cine slasher, las hemos visto reaparecer cuando todos las dábamos por muertas.

¿Por qué, entonces, estamos tan seguros de que son malas, inútiles, perversas? De un tiempo a la fecha, he renunciado a usar el término “crítica literaria” para cualquier cosa que signifique atender las novedades editoriales. Ahora hablo de “comentario de libros”, “disertación breve con una ficha bibliográfica en algún lado” o “resumen que me librará del tortuoso trámite de leer un ejemplar para tener una opinión al respecto”. Si bien, en otro tiempo, esos textos necesarios, sí, pero menores habían sido tratados de “crítica”, investigaciones recientes, y un tropel de críticos auténticos, han aclarado el malentendido. La crítica y la reseña —incluso cuando comparten cierto tufo de pedantería— son dos cosas distintas.

Para no confundirla con géneros más interesantes, como el ensayo corto o el artículo de opinión de tema literario, es preciso saber de qué hablamos cuando hablamos de una reseña. A mi entender, toda reseña literaria está obligada a cumplir estos cuatro requisitos:

1. Debe mencionar con demasiada insistencia un libro y un autor. Yo diría que desmesuradamente. Nada ilustra mejor esta desmesura como el uso de la expresión “nuestro autor”, que delata cuando alguien ya se excedió del número de alusiones permitidas.

2. Debe decirte si un libro es bueno o malo. No con descaro, por supuesto, ni con esos adjetivos, pero siempre debe hacerlo. En ocasiones, una reseña te lleva casi de la mano a la librería y en otras, sin que estés muy consciente de cómo lo logra, te produce compasión por un escritor que no conoces en persona. Por fortuna esos dos sentimientos nunca se presentan de manera simultánea.

3. Debe hablar de libros que por lo general pueden encontrarse en el espacio más iluminado de las librerías. Es decir, no habla de manuscritos perdidos ni de la edición “buena” del Ferdydurke, que lleva más de medio siglo sin reimprimirse.

4. La distancia entre la fecha del lanzamiento de un libro y la reseña debe ser razonable. De un mes a un año es reseña. De uno a cinco años es revaloración. De cinco a veinte años es estudio generacional. De veinte a cien años es crítica literaria. De cien años en adelante es “hago esto por los puntos del Sistema Nacional de Investigadores” o “puedo darme ciertos lujos porque soy un crítico de verdad”.

Después de las anteriores precisiones y de enterarte de que no se trata de crítica literaria —repito: no se trata de crítica literaria— te aconsejo tomar la publicación cultural más cercana que tengas, buscar la sección de reseñas y reconciliarte con el género. Obsérvalas ahí, un tanto solas, rodeadas de ensayos sobre muertos recientes. ¿No experimentas de repente que toda la ira literaria se ha ido, que ya no es necesario poner comentarios amargados en tu muro de Facebook, que decir: “la reseña es el género de los que carecen de imaginación” se parece mucho a los berrinches que hacemos por los vuelos retrasados? Una vez que no las tratas como crítica literaria, las reseñas empiezan a mostrar sus cualidades.

Para reconciliarnos con ellas hay que estar conscientes de todo el desenfreno y la inmoralidad que les hemos atribuido. Se ha insistido que la reseña concentra, en seis mil caracteres con espacios o menos, los peores vicios de la república de las letras: la envidia, la lectura deficiente, el egocentrismo, el pánico por la teoría reciente, cierta tendencia al drama, y una desagradable emanación de superioridad y autocomplacencia. Es más, se estima que desde los Salmos la humanidad no había encontrado un género que ensalzara con tanta ardor a alguien mientras se lamentaba por el estado actual de las cosas hasta que se popularizaron las reseñas de libros. Dicho lo anterior, me parece que si la reseña tiene tantos aspectos negativos, la única manera de leerla es con maldad. Es decir, con dolo. Es decir, pensando en la maldad y el dolo como en miembros honorarios de la discusión literaria. Cada que leas una reseña o escribas una breve nota impresionista, debes hacerlo con la convicción de que estás saboteando, por igual, literatura y crítica. Y que sólo por eso, vale la pena hacerlo.

La reseña, ha dicho el crítico Guillermo Espinosa Estrada en una conversación con el también crítico Jorge Téllez, debería “arrebatarle al libro algo que es inherente: su carácter de mercancía”. No estoy tan seguro. Si de verdad le queremos arrebatar a los libros su carácter de mercancía, lo mejor sería no venderlos. Es curioso: aun con el pleno conocimiento de que hay toda una serie de transacciones comerciales y tratos mercantiles detrás de unas cuantas páginas encuadernadas, lo único que se nos ocurre es fingir que no existen, que la literatura es aséptica y responde únicamente a intereses superiores. Las reseñas son incapaces de librarse del carácter mercantil de la literatura, aun así se enfoquen en el lenguaje prístino o en “un narrador en pleno dominio de sus recursos”. Y han prevalecido porque representan un producto práctico, popular gracias al más vil capitalismo y que responde a cuestiones tenebrosas pero no por ello menos reales, como la novedad, la presencia social, el amiguismo y el canon. Si bien es una tarea loable del reseñista intentar arrancar a los libros del sistema comercial al que pertenecen, sospecho que por el lugar que ocupa la reseña, todo valor que nos sirva para hablar de esos libros se convertirá de manera inexorable en un valor de venta.

Esto perjudica incluso nuestra idea más básica de lo que es recomendar un libro. Decía Ruth Franklin, y me parece que con justicia, que el vocabulario para expresar el entusiasmo en una reseña “ha sido colonizado por la jerga de las relaciones públicas”. Así, todo es “imperdible” o “está escrito con precisión de relojería”. Por eso, en algún lugar detrás de esas líneas que hablan de la vida psicológica de los personajes y la prosa poética, una reseña está diciéndote que compres algo o que no lo compres, y que después vayas a decirles a tus amigos algunas palabras que los acerquen o alejen de la caja registradora. No es tan sencillo pensar en la animada fiesta monetaria que se lleva a cabo debajo de lo que llamamos literatura, pero la reseña es una buena forma de tenerlo en cuenta. Su discurso, en ocasiones insultantemente comercial, te recuerda que la reseña se expresa en esos términos porque se encuentra atrapada en una red de relaciones de mercado. Piensa un poco en la última vez que escribiste, leíste o compartiste una. Pregúntate por qué no pagaste por el último lote de libros sobre los cuales escribiste. Posiblemente no sepas el origen de esa fuerza que te llevó a redactar dos cuartillas y media sobre un libro inane, pero es posible que el contexto mercantil sea la respuesta.

Poner un pequeño libro a discusión cumple, es indudable, algunos propósitos publicitarios. No a la manera de un anuncio de la televisión, pero sí un poco como esa ropa de vestir cuya mayor virtud es que sabes identificar qué compañía las produce. Su función no es en esencia anunciar, pero anuncian. Y cada reseña condescendiente, impresionista y sospechosamente entusiasta, pone en el centro del reflector que los libros no son meras epifanías que acontecen en el vacío.

Esta situación es indispensable para entender por qué los reseñistas usan los adjetivos que usan. Pero también nos da pie a preguntarnos por qué unas expresiones y no otras se han convertido en las categorías críticas para valorar un libro aquí y ahora. Según mis propias apreciaciones, “tensión” —ya sea narrativa, del lenguaje o de cualquier cosa que pueda representar fuerzas en conflicto— es un término que se encuentra a la alza, mientras que “condición humana” ha estado cuesta abajo desde hace unos años, pero no tantos como “virilidad”, a la que hemos desterrado, espero que, para siempre. Lo que nos ofrecen las reseñas es la posibilidad de comprender a qué conjunto de valores se ha echado mano para describir la buena literatura. O si todavía tiene validez hablar de algo llamado “buena literatura”.

Si, como hemos apuntado, una reseña es práctica, no pierde tiempo en explicar conceptos nuevos sino que saquea el amplio o estrecho, según se vea, baúl del comentario de novedades. ¿Qué provechosas simplificaciones encierra decir de alguien que es “el nuevo Proust” o “la Chéjov canadiense”? ¿Cuáles características definen a los “personajes creíbles”, a las “voces verosímiles”, a los “ensayos estimulantes”? ¿Qué alucinante pirueta ejecutan los escritores para hablar de una novela sin trama, de un libro donde nada sucede salvo los signos vitales del ensayista lírico o de poetas que nunca tendrán una línea memorable pero a los que hay que volver porque tuvieron gestos definitorios para la literatura mexicana? Todas esas son preguntas que me parecen pertinentes después de leer una, dos o diez reseñas al mes. Y después de eso, podemos incluso contrastar esos vocablos de apreciación con aquellos que utilizan quienes escriben de política o vida cultural. El acercamiento minucioso a una reseña puede arrojar luz sobre el misterioso hecho de que un novelista que divide al mundo en buenos y malos, resulta aborrecible para personas que se entusiasman con articulistas políticos que hacen exactamente lo mismo.

Uno quisiera creer que no fue la concesión del premio Nobel a Mo Yan lo que nos hizo acercarnos a uno de sus libros, pero eso es lo que sucedió en mayor o menor medida. La actualidad oportunista que de repente adquiere una obra es como las hormonas de los alimentos: queremos pensar en ella como algo añadido, antinatural, incluso dañino, pero lo cierto es que ya formaba parte de los libros cuando llegamos aquí. Las reseñas responden a ese sentido de la oportunidad, pero también ayudan a construirlo. Y no se trata de algo en esencia antiliterario. He leído a mucha gente quejarse de que hoy día las publicaciones no atiendan a la verdadera literatura sino sólo a las efemérides, pero para contrarrestar esa tendencia sería una gran ayuda que los escritores dejaran de cumplir años o morirse.

Contrario a lo que comúnmente se cree una reseña apresurada no es simplemente la reunión de sensaciones a partir de una lectura. La nota impresionista reacciona a un contexto y también a una oportunidad. Si hacemos a un lado el juicio del escritor, el mero examen de conciencia, y nos concentramos en las palabras que utiliza para dar a entender ese juicio estamos llevando la reseña a otro nivel. Por desgracia, vivimos absorbidos por enterarnos quién le pega a quién, o quién avala tal o cual título.

Por supuesto que la diferencia entre crítica y reseña no tiene tanto que ver con la profundidad de la lectura como con los lugares de discusión a los que llevamos los libros (eso significa que siempre se pierde y se gana algo en cada lugar de discusión: la tesis, el congreso académico, el ensayo corto de revista, el ensayo extenso del libro, etcétera). Hay algo ridículamente pretencioso en pensar que una reseña no es uno de esos lugares. Es capaz, por supuesto, de plantear un problema literario e, incluso en sus momentos más grises, revela eso que llamamos “la sensibilidad de una época”. Como todo texto escrito bajo presión, camina en los confortables territorios del análisis superficial, pero nada en sus términos y condiciones prohíbe que también pueda ser producto del arrojo crítico y la erudición. Sería insensato pensar en la reseña como en la forma predominante de evaluar, relacionar, explicar lecturas —funciones esenciales de la crítica literaria— porque nace, crece y se reproduce dentro de la lógica del mercado. Pero, ¿por qué renunciar a ellas como géneros válidos para hablar de libros? Las reseñas nos dicen cómo estamos leyendo los libros que todavía no han sido bendecidos por el canon y, si somos lo bastante perspicaces, podemos leer en ellas la tradición a la que se enfrenta un libro cuando aparece. Dos extremos: excluir la reseña o no admitir más que la reseña, porque no importa qué tanto desprecio le manifestemos o qué tantas rabietas hagamos en público, todo indica que —tras el berrinche— va a permanecer ahí.

(Y ahora una confesión.

Es bien sabido que —atendiendo a lo dicho por Heriberto Yépez en su columna “¿Quién puede reseñar?”: “El reseñista debe ser un autor no sólo con un amplio conocimiento, sino una persona emocionalmente madura”— una de las cosas que yo no debería hacer en la vida es hablar de libros. Sucede, sin embargo, que tampoco me considero apto para alguna otra labor y no por falta de carácter: en realidad, no tengo ni el talento de mamá para la sastrería, ni el de mi hermana Martha para la educación ni el de mi hermana Estephanía para la cocina. De entre todas las cosas que podría echarte a perder —tu ropa, tus hijos o tu comida— prefiero aventurarme a estropear tus lecturas. Puedes dejar el libro a medio leer, revenderlo o regalárselo al próximo cumpleañero del taller literario, pero no puedes hacer ese tipo de cosas con un platillo recién servido. Es más, existe la enorme posibilidad de que no abras ninguno de los libros de los que he hablado a lo largo de mi vida y eso no me quitará el sueño. De entre todos los placeres humanos, la recomendación de libros es uno de los pocos que no causan traumas cuando no son correspondidos. Por tanto no pienso pedir perdón por cada una de las reseñas que he escrito o que he leído en lugar de dedicarle más tiempo a la crítica literaria de verdad.)


Autores
(Campeche, 1979) publicó Ni siquiera es un trabajo, pero alguien tiene que hacerlo (Posdata, 2014), el primer tomo de su pentalogía sobre qué significa ser un hombre blanco heterosexual (algo de lo que nunca se había escrito).
Secretaría de Cultura