Tierra Adentro

Muro Baleado, por Teresa Margolles. Fotografía por Kim (Flickr)

En el retrato predomina el espacio negativo, el vacío que circunda al cuadro. Nunca existe solo, sino en contexto: decorando una pared, exhibido en la galería, recargado contra un mueble.

Una lámina de tiempo arrancada al paisaje, trasladada a otro entorno. Como la imagen se multiplica al enfrentar dos espejos, el retrato propone un juego de interiores y exteriores: capas y capas de existencia que se imbrican.

Todo retrato ejerce cierta violencia sobre lo retratado: muestra sólo una cara, petrifica sólo un momento. Está siempre condenado a lo provisional, lo fragmentario, lo engañoso.

Archivo Histórico Sinaloa (Flickr)

Archivo Histórico Sinaloa (Flickr)

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Llega a mi celular la grabación de un hombre maniatado y amordazado. Se retuerce y suelta gemidos sobre una zanja de tierra oscura. Su pecho desnudo, moreno, sube y baja. A su lado, inclinado, otro hombre blande un cuchillo de navaja larga, enturbiada de sangre y mugre, y emite amenazas con un acento que no soy capaz de ubicar: se come algunas sílabas, pero no a la manera rápida y angustiada de los sinaloenses, sino más bien con lasitud, como si hablara en duermevela.

“Ya valiste verga…”

La antigüedad de la cámara del celular, la sensibilidad atrofiada del micrófono integrado, machacan las palabras y los actos registrados: todo se confunde en una amalgama gris de siluetas y ronquidos. Lo que estaba ocurriendo, sin embargo, es evidente a primera vista: se prepara un homicidio.

“Te voy a cortar la piel vivo, hijo de la verga.”

Su voz, afilada por el odio, aguda y fría.

Como azuzando su propio frenesí de violencia, el hombre sigue lanzando insultos cuando le abre a su víctima tres tajos en los pectorales; el primer vuelco de mi estómago es al ver cómo la piel cede sin resistencia al trazo del cuchillo.

“Ándale ala verga, ira nomás, ira nomás lo que te pasa.”

Cada cuchillada va acompañada de una expresión colérica. El hombre, instruido en los mecanismos de la barbarie, separa una de las llagas, la más profunda, y comienza a cortar el tejido debajo de la piel, desprendiéndola del cuerpo, hasta que llega a la altura de los intestinos. Todo el interior del vientre y el pecho queda expuesto.

“Te voy a sacar el corazón a la verga.”

Le destapa la caja torácica haciendo palanca con el acero, levanta las costillas, hunde su mano en el costado abierto y extrae el corazón, todavía unido al cuerpo por un nervio. Lo corta, se lo pasa por las manos, desligado, aún pulsante, y lo ofrece a la mirada desvanecida del moribundo, que ya daba estertores en el umbral de la muerte.

“Cabrón, hijo de la chingada, ¿ves lo que te pasa?”

Coloca el órgano palpitante al inicio de la garganta y lo clava de un golpe.

Así acaba el video: el verdugo dando alaridos, sus palabras ya convertidas en la mera pulpa informe de la emoción, el cuchillo enterrado verticalmente sobre el cadáver.

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En Sinaloa el comercio de videos violentos goza de prosperidad.

Balaceras, torturas, decapitaciones, desmembramientos, tiros de gracia, riñas de bares; amenazas, venganzas, ajustes de cuentas, resarcimientos; se trafica con cuerpos acribillados, con rostros intervenidos por botellazos, con cadáveres humillados, vejados, con la anatomía hinchada de los flotadores de los canales o los ríos, que a veces quedan varados en la orilla, expuestos a la curiosidad de los que pasean en el malecón.

No existe instrumento más efectivo que el video para la pedagogía de la crueldad. La reproducción virtual de la violencia acondiciona contra la violencia efectiva. En Culiacán, someterse a un narcovideo es un examen de la virilidad. Su objetivo es atrofiar el nervio de la empatía, acostumbrar el ojo a la sangre, al espectáculo del dolor.

Se trata de poner en escena la vulnerabilidad, hacer sentir al espectador su condición perecedera: que la rechace agresivamente o se espante y tiemble. Esa pérdida simbólica, abstracta ­—la muerte de un desconocido, atestiguada a través de una pantalla— de pronto eriza la epidermis, asesta un golpe de caducidad al cuerpo.

El torturado en video no es ni un vivo ni un muerto: es un espectro, un algo ambiguo, existente más privado de realidad, que agoniza y nunca termina de sufrir, un vehículo de carne estremecida que comunica sólo una cosa: este podrías ser tú.

Archivo Histórico Sinaloa (Flickr)

Archivo Histórico Sinaloa (Flickr)

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Tomar video lastima la realidad. Despoja un hecho de contexto, elimina olores, diluye las presencias. Presenta un cuadro desarraigado, flotante o fijo. El video intensifica la sensación de estar separado del entorno: nunca es más inaccesible un rostro que cuando lo contemplamos en la pantalla.

El cine ha explotado hasta el cansancio esa particularidad de la imagen, la imagen que reafirma el misterio del otro. Los motivos de los personajes, en una película, son elementos narrativos que llevan la mayor parte de la carga de tensión. La gran fuerza de la ficción cinematográfica es que hace sensible el enigma de los actos, su naturaleza indómita, indeterminada e inexplicable.

Estos mecanismos, que bien pueden hechizar en una sala de proyección, se tornan instrumentos para la deshumanización cuando se ponen al servicio de la violencia.

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La violencia ejercida contra el cuerpo ajeno es, casi siempre, una rebelión contra la propia fragilidad. La herida del otro disimula, por un momento, la blandura de mi propia piel. El elemento más noble de la imaginación, el que se aventura a descubrir la interioridad del prójimo, su autonomía existencial, se inhibe a la hora de infligir dolor. Pronto uno pierde de vista la circunstancia común: que todos vivimos de forma separada la misma condición. Que todos somos frágiles, desvalidos y mortales.

El narcovideo comunica la negación de la vulnerabilidad del victimario por medio de fantasías de dominación, de control territorial y los cuerpos que lo habitan, de ostentarse administrador de la muerte. El nudo original, el vivir juntos la misma fatalidad, el coexistir bajo el mismo destino ineludible, se desintegra. Lo que nos une es lo que nos divide.

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Hablar de narcocultura es hablar de el narco y de lo narco. Lo narco no se manifiesta necesariamente en el narco. Es decir, lo narco puede habitar fuera del crimen organizado. La sociedad de Culiacán se encuentra bajo el imperio de ambas. Bajo la dominación económica de el narco, como la primacía cultural de lo narco.

Para ofrecer un retrato de Culiacán, se debe hacer un esfuerzo por apresar el estado actual de un código sujeto al cambio, evanescente: la red de símbolos, costumbres y creencias ligadas al fenómeno de la narcocultura. Un retrato no se preocupa por el pasado ni el futuro. Es una captura superficial. Es la exhibición de un presente suspendido, sin raíces aparentes. Por lo demás, la gesta y evolución del narcotráfico, su ethos particular, ya ha sido documentado.

Altar a Jesús Malverde, Culiacán, Sinaloa. Foto por David Boté Estrada (Flickr)

Altar a Jesús Malverde, Culiacán, Sinaloa. Foto por David Boté Estrada (Flickr)

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Dos grandes fuerzas económicas son los motores de la ciudad: los poderes legítimos, siempre manchados de sangre, y los poderes ilegítimos, siempre dotados de legitimidad por la sociedad.

En el plano discursivo están enfrentados; en la realidad se ayudan mutuamente. Unos lucran bajo un régimen de muertes, ingobernabilidad y desintegración social; los otros se encargan de echarle un velo encima, decir que no pasa nada, y se llevan un tajo. Ambos prosperan bajo este esquema.

Son prestanombres, son sociedades anónimas, son corporaciones enquistadas en el establishment que no se involucran de forma directa en la muerte y la violencia, pero se encargan de perpetuarla.

Al único que beneficia la narrativa del optimismo de las ONGs que pueblan la ciudad y construyen parques, es al narco: minimiza los crímenes, desdeña el dolor de las víctimas, diluye el vigor de las acciones a tomar y sofoca el sentido de urgencia.

La realidad de una sola vida borrada con violencia debería ser suficiente para dejarnos mudos, para que nos diera vergüenza tratar de desviar el ojo público del cadáver. Pero no: algunos prefieren silenciar las voces de las víctimas con tal de aparentar civilidad y progreso.

Archivo Histórico Sinaloa (Flickr)

Archivo Histórico Sinaloa (Flickr)

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Quienes nos preocupamos por todo esto carecemos de la suficiente energía mental para resolver el horror primigenio que despierta un cuerpo sin vida. Y es un acto de resistencia no ceder ante la normalización. Yo me voy a seguir estremeciendo: con cada desaparición, con cada feminicidio, con cada asalto armado.

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Culiacán es una ciudad llena de símbolos necrológicos. Se erigen cruces en los sitios de los homicidios, se cuelgan pancartas en las acacias para rememorar a un ser querido, los mausoleos de Jardines del Humaya son más habitables y lujosos que muchas casas.

Cualquiera que haya visitado Culiacán puede dar testimonio de la densidad del ambiente. El contexto poco a poco carcome tu historia, seas quien seas, vengas de donde vengas. La ciudad se impone y te exige reordenamiento. Tu lenguaje se abarrota de sinaloísmos; tu cuerpo se aclimata al calor; tu mente aprende a procesar sin remilgos las historias de asesinatos, secuestros, desapariciones, fugas, querellas entre capos.

La muerte pierde su carácter abstracto. Se manifiesta como un brillo violento en los ojos de los enfermos en el antro. En el estruendo de los carros deportivos. En las notas de amenaza del acento, que el sinaloense sabe administrar con naturalidad.

Como antídoto, la población se vuelca a la moral del trabajo, la ética del lucro, el remanso del consumismo, del derroche. En Culiacán el gasto es un acto de alcances ontológicos: es una afirmación vital. Rodearse de lujos, de comida, de mujeres, contrarresta la sensación de vivir entre zombies, de ser un muerto vivo.

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El principal triunfo de la narcocultura radica en que ha establecido la pauta de lo natural.

Es natural ver cadáveres en la acera, es natural esgrimir un arma en la vía pública, es natural someterse a videos de torturas, es natural que desaparezca tu hijo, es natural que acribillen a tu hermano. Todo esto es rutinario.

En el campo cultural la batalla se perdió hace mucho tiempo. La necroeconomía, la necrocultura y el necroestado organizan la vida social. No hemos sido capaces de generar otra versión de lo humano, otra alternativa de proyecto compartido de vida. Lo humano es matar. Lo humano es lastimar. Lo humano es responder agresión con agresión.

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El objetivo es: sustituir la fuente corrompida que expide sentido y pone en funcionamiento a esta sociedad enferma; replantear la manera en que llevamos a cabo nuestras tareas vitales; empezar a producir otro tipo de signos los del afecto, la ternura, el cariño, la empatía, el amor.

Al fin y al cabo el código social, esa maraña de significados que tejemos día a día, puede reformularse; no desde lo virtual, no desde el periódico o la dimensión del arte, no desde este artículo, sino en la plaza, la calle, el barrio. Hacer una ruptura fiel de esta particular afiebrada versión del espíritu regional.

Hoy en día no hay un sistema de jerarquización del orden colectivo que compita con la fuerza socializadora, simbólica, de la narcocultura. Es hora de echar a andar la imaginación, esa mediadora entre lo real y lo posible.

Archivo Histórico Sinaloa (Flickr)

Archivo Histórico Sinaloa (Flickr)

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No se puede empezar a concebir un cambio si no echamos luz sobre el principal agente de descomposición de la sociedad sinaloense: el homicidio. En Sinaloa se cultiva el homicidio con mayor ahínco que cualquier comestible. Los administradores de la muerte trazan un apretado radio a su alrededor, que define qué personas detentan dignidad, a qué vidas se le otorga valor. La esfera de vida, generalmente, incluye a la familia inmediata y a nadie más. Todo el que se encuentre fuera de ese círculo íntimo es sujeto de violencia, es enemigo en potencia.

Una crítica de la narcocultura implica también una crítica de la familia. Cuestionar la idea de soberanía familiar, el mandato del patriarca de fabricar un espacio seguro para el libre desarrollo de los individuos que se encuentran bajo su manto protector. La labor del patriarca que controla un territorio (su hogar o su plaza) y asegura el bienestar de quienes lo habitan, se ha convertido muchas veces en el pretexto para practicar la violencia, con la idea de defender los intereses del clan. Y, por el otro lado, da pie a la transgresión de este espacio por parte del enemigo: la violación y asesinato de sus mujeres, la intervención de sus redes de venta y distribución.

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Urge encaminar esfuerzos sociales y culturales para ampliar nuestra capacidad de amparo más allá de los lazos de sangre. Se ensalza por encima de todo la lealtad y franqueza del sinaloense. Esta característica, es en realidad una flaqueza sublimada: la imposibilidad de crear vínculos más allá de tu círculo afectivo inmediato. No es una capacidad exaltada de amor al prójimo y la familia, sino una especial capacidad de afantasmar a todo aquel que no tenga una relación íntima contigo. El sinaloense tiene una habilidad enorme de deshumanizar al otro, de borrar los atributos que le confieren existencia y dignidad. De ver sólo un enemigo donde hay una historia, un rostro, una vida. La idea es vencer el instinto de la tribu, generar un adhesivo social distinto a los lazos de sangre.

Archivo Histórico Sinaloa (Flickr)

Archivo Histórico Sinaloa (Flickr)

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Mi vida adulta ha oscilado entre Culiacán y la Ciudad de México; llevo siete años transitando entre dos realidades completamente distintas. Ambas urbes tienen sus peligros psicológicos y físicos. Conocí la soledad en la Ciudad de México. Crecí con tres hermanos, compartí cuarto con uno toda mi vida. No estaba acostumbrado a tener que lidiar conmigo mismo, a gestionar mi vida dentro de un espacio personal y absolutamente privado.

Tomé la costumbre de seguir las noticias de Sinaloa con mucho más ahínco que cuando vivía ahí, con el pretexto de estar informado, pero en realidad era una suerte de pulsión culpable la que me hacía examinar a detalle los hechos de un feminicidio, una balacera, una ejecución extrajudicial, un cambio en la distribución del poder en la región.

Esas imágenes que flotan en el imaginario colectivo mexicano y encarnan a todas horas: la nación salpicada de fosas clandestinas, el osario repleto de historias de miseria, la varilla escudriñando el monte en busca de aroma, el rostro anónimo y desollado, el rostro desfigurado por el luto, el rostro oculto por un velo de sangre, las voces desgarradas de las madres, el llanto quedo de los niños, la amenaza que antecede al homicidio (“ya valiste verga, puto”), el cuerpo sembrado de agujeros, el cuerpo desintegrado en ácido, el cuerpo constelado de moretones, las extremidades mutiladas, la mano inclemente que asfixia, el falo violador, las niñas abandonadas en el desierto, la postura antinatural de las muertas, los cuellos torcidos, sacados de quicio, el cadáver oculto en las entrañas de la tierra, el cadáver eviscerado, el cadáver desollado, todo, todas las imágenes que pueblan los periódicos y sus redes sociales, se amalgamaban en mi habitación.

Imaginar el dolor es peor que presenciarlo, porque el dolor imaginado es absoluto y abstracto: la realidad del dolor es horrible, pero uno tiene herramientas para lidiar con ella. A México lo azota una epidemia, y es la dimensión virtual del dolor, la angustia de que la violencia haga su brutal aparición en tu vida. Las víctimas, las que ya han sufrido, nos inquietan porque son seres que llevan la estampa de esa posibilidad. En la soledad de mi cuarto me intoxico de noticias, se me entumen las manos y tiemblo por mi familia, mis amigas, mis amigos. Yo también estoy infectado. Lo único que me queda es intentar sanear mi podredumbre: salir a la calle a conocer el dolor, en vez de dejarme consumir por las representaciones de ese dolor; luchar por la restauración de la vida afectiva, en vez de dejarme llevar por dinámicas deshumanizantes.

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